Rosa
El pánico no llega como en las películas. No es un grito desgarrador, ni un derrumbe dramático, ni un “oh Dios mío, vamos a morir” con música de violines de fondo. No. El pánico real es silencioso. Pegajoso. Como si alguien te hubiera vaciado un cubo de agua helada por la espalda y tú intentaras no reaccionar para que nadie se dé cuenta de que estás empapada.
Así estaba yo. De pie en aquella habitación blanca, en una isla que no conocía, con mi marido dormido gracias a ese maldito médico que decidió que la mejor manera de salvarnos era dejarlo inconsciente, y con un dato que me perforaba el pecho como una aguja fría: Adrián había bajado del barco.
Y no, no había bajado para tomarse un mojito con sombrillita. Venía por nosotros. Por el collar. O por vengarse. O por las dos cosas, que sería lo más lógico tratándose de un criminal con instinto de cucaracha nuclear: imposible de matar y siempre reaparece en el peor momento.
Miré alrededor buscando una salida, una ventana, un mapa, ¡un cura si hacía falta! Pero lo único que vi fueron máquinas con luces intermitentes, un monitor que pitaba como si estuviera protestando por nuestra presencia, y un cartel que decía “Unidad de Emergencias”. Muy tranquilizador.
Estábamos atrapados en un hospital desconocido, en una isla desconocida, después de haber huido de un barco donde ya nos habían intentado matar, y con un mafioso revivido caminando libremente hacia quién sabe dónde.
La parte racional de mi cerebro quería organizar un plan. La parte emocional quería sentarse en el suelo y llorar. La parte práctica quería escapar. Y luego estaba el gran problema adicional: Daniel.
Mi marido dormía como si le hubieran apagado con un interruptor. Boca abierta, respiración pesada, una expresión de paz totalmente incompatible con el desastre que vivíamos. Lo zarandeé un poco.
—Daniel… ¡Daniel! ¡Despierta que nos matan! —susurré con desesperación.
Nada. Ni un parpadeo. Ni un gruñido convincente. Le habían dado algo “para relajarlo”. Pues claro que estaba relajado. ¡Demasiado relajado para salvar su propia vida!
En una isla desconocida. En un hospital desconocido. Con un criminal buscando a dos idiotas demasiado visibles.
Y justo cuando saqué el móvil para encontrar la manera más rápida de abandonar esta isla, miré la pantalla y sentí cómo el alma me hacía las maletas para abandonarme: había 10 llamadas de mi hija sin contestar.
Perfecto. El universo tiene sentido del humor.
Tragué saliva, miré a Daniel —roncando como un viejo faro cansado— y, poniéndome contra la pared blanca, marqué su número.
—¡Mamáaaa! —gritó ella, como si yo estuviera en medio de un concierto de rock—. ¿Dónde estáis? Intenté llamarte varias veces y el teléfono de papá está apagado. ¿Qué está pasando?
Me limpié las manos en la falda del vestido, como si con eso pudiera borrar el olor a hospital. —Aquí, hija, en el… en el crucero. Es que tu padre es tan torpe, que se le cayó el teléfono al mar cuando quiso hacerte unas fotos del atardecer.
Mi voz sonó tan falsa que me sorprendió que no se rompiera en pedacitos.
Miré alrededor desesperada: las paredes blancas, el pitido del monitor, la enfermera que pasaba empujando un carrito con jeringuillas… Todo era un grito visual de “HOSPITAL”.
Pensé rápido. Demasiado rápido, quizás. —Estamos… eh… en la zona de bienestar del barco. Ya sabes, esa parte donde hacen yoga, taichí, meditación… porque todo es muy… muy relajado.
—¿Zona de bienestar? —preguntó mi hija, sospechando ya como un sabueso—. ¿Y qué haces ahí? ¿Papá está contigo?
—Papá está en el bar, tomando un cóctel —mentí mientras miraba la vía clavada en su brazo—. Y yo practicando yoga.
Ella guardó silencio dos segundos. Dos segundos que me parecieron ocho años.
—Mamá… ¿estás segura de que no pasó nada raro? Te oigo agitada.
“Agitada” era un eufemismo precioso para lo que sentía. Yo no estaba agitada: estaba en estado de sálvese quien pueda.
Me forcé una sonrisa que ella no podía ver, pero que necesitaba para sostener la mentira. —Hija, ¿tú crees que yo estaría tranquila si algo malo hubiera pasado? —pregunté, exagerando el tono maternal de anuncio de pañales—. Por cierto, aquí no se puede hablar. Solo meditar.
Justo entonces Daniel emitió un ronquido tan profundo que parecía el rugido de un motor viejo.
—¿Qué fue eso? —preguntó mi hija. —Eh… el barco. El motor —improvisé, sudando frío—. Tú sabes que estos cruceros vibran un montón.
—Mamá… —dijo mi hija, otra vez con ese tono de “sé que mientes, confiesa inmediatamente”—. ¿Seguro que estáis bien?
Negué con tanta fuerza que casi me moví del sitio estratégico, donde no había nada más que la pared blanca. —Perfectamente. Mañana tu padre te llamará y te explicará dónde perdió su teléfono.
Estuve a punto de añadir algo más, pero un enfermero pasó empujando una camilla con un señor envuelto en mantas térmicas. —Señora, deje el paso, por favor.
Así que respiré, tragué un poco de pánico y añadí: —Cariño, tengo que colgar, si no me echan de la clase de yoga. No te preocupes, estamos en un crucero de lujo. ¿Qué podría salir mal?
Justo entonces, detrás de mí, sonó un anuncio por megafonía del hospital: "Unidad de urgencias: prepárense para recibir un ingreso traumático."
Mi hija exhaló. —Mamá… ¿estáis en un HOSPITAL?
—¡No! Qué va. Qué tontería. Eso es… la megafonía del barco. Avisan a todos que pasa. Seguramente algún niño se resbaló en la piscina.
El silencio que siguió fue tan tenso que podía haberse usado para cortar queso duro.
—¿A las once de la noche? —preguntó Lisa con duda.
Y ahí terminó mi capacidad de improvisar.
Tenía que sacar a Daniel de allí antes de que mi hija, Adrián o la policía me descubrieran. Preferiblemente en ese orden.
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matrimonio en crisis, diamantes robados mafia, mal entendido
Editado: 13.12.2025