Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 24. ¿Collar falso?

Rosa

Durante un segundo —un único segundo— pensé que el conductor del taxi era simplemente lento en reaccionar, que no entendía bien mi idioma o que tenía la manía de ignorar a los clientes. Algo desagradable, aunque sin importancia, sobre todo en ese momento de pánico, mientras acomodaba a Daniel en el asiento de atrás. Pero cuando me senté delante, el conductor se giró y me habló con una sonrisa de serpiente.

—Hola, Rosa. No pensaba que me encontraras antes de que yo te encontrara a ti.

La sangre me cayó al estómago como un ascensor sin frenos. El mundo se volvió un túnel angosto, como si alguien hubiera encajado las paredes dentro del coche. Respiré una vez, cortito, intentando convencerme de que la voz no podía ser de él, que tal vez era solo alguien con el mismo timbre. Pero no: esa voz la conocía demasiado bien, y la cara arrogante no podía confundirse con nadie.

Era Adrián.

Revivido. Sentado al volante de ese coche negro que, por estúpida coincidencia, yo había tomado por un taxi. Con mi marido dormido como un tronco tras un cóctel médico de relajación intensiva, estaba atrapada entre las manos de un hombre que supuestamente estaba muerto.

Me giré de golpe. Él sonreía. Esa sonrisa suya parecía sacada de un anuncio de relojes caros: impecable, fría, peligrosa.

—Pensaba cómo buscarte en el hospital, pero saliste así, tan fácil —dijo con voz calmada, como si acabara de recogerme para llevarme al aeropuerto, no para asesinarnos.

Intenté abrir la puerta sin disimulo, sin dignidad, sin estrategia. Solo quería correr, aunque fuera sin Daniel. El modo supervivencia básica se encendió en mí. Pero Adrián fue más rápido. Con un gesto casi elegante, inclinó su cuerpo hacia mí y echó el seguro del coche. Clac. Ese sonido debería estar grabado en los audios de terror.

—No te vayas aún —susurró—. Aún me debes algo.

Supe que “algo” significaba “el collar” y “haberlo dado por muerto”. Probablemente en ese orden.

Mi reacción fue tan poco sensata como humana: lo golpeé.

Sí. Yo. Golpeé a Adrián. Le lancé un manotazo en el hombro, luego en la cara, luego intenté darle con el bolso, que por cierto llevaba dentro un diccionario, un monedero y mi collar en estuche. Podría haber matado a alguien con ese bolso. Pero no a él.

Adrián esquivó mis golpes con una facilidad insultante.

—Rosa… —rió—. No sabía que eras tan agresiva. Has mejorado. De verdad.

Esa risa me dio más miedo que si hubiera gritado.

En un movimiento tan rápido que apenas lo vi, me agarró de las muñecas y me empujó hacia el asiento. Forcejeé, pero él no parecía inmutarse. Mi lucha era absurda. Humillante.

—Quieta. No me obligas a hacerte daño —dijo, aunque su tono indicaba exactamente lo contrario.

Me ató con el cinturón de seguridad cruzado, como si fuera una niña revoltosa en una sillita infantil. Apretó hasta dejarme sin movilidad. Sentí el clic del seguro metiéndose en una posición imposible de abrir desde mi ángulo. Mi respiración se volvió aguda, rítmica, urgente. Intenté calmarme. No funcionó.

Daniel, mientras tanto, seguía en la parte trasera con la cabeza ladeada y la boca abierta, como un bebé satisfecho. Quise matarlo. No literalmente. Bueno… sí. Un poquito.

Adrián me miró con una expresión que casi parecía decepción.

—Todo esto es tu culpa, Rosa —su voz se volvió más baja, más afilada—. Por un simple collar falso estuviste a punto de matarme.

Mi cerebro se atascó.

—¿Falso?

—Por supuesto.

—Entonces, ¿por qué lo robaste?

—Porque es una réplica exacta del auténtico. Solo quería usarte como camello —sonrió Adrián—. Tenías que pasar el verdadero por la aduana.

—¿Cómo? —pregunté sin entender, porque el collar de los Solen no podría ser una falsificación de algo. Recordaba perfectamente como me dijo mi consuegra, que es una pieza única y tiene un valor incalculable.

—Nosotros planeamos conseguir un collar, pero necesitaba trasladarlo a Londres antes de que alguien supiera del robo. Tú eras la persona adecuada para hacer ese trabajo.

—¿Por qué yo? —pregunté, confundida.

—Tu marido le dijo a Miguel que estabas convencida de que era auténtico. Incluso tenía que comprobar si no nos equivocábamos. Lo vi allí, en la cubierta, cuando te arreglaba el fular.

Su risa fue suave, casi nostálgica. Delante de mis ojos apareció ese agradable momento. ¡Qué tonta había sido!

—Si todo hubiera salido como planeábamos, tú ni te enterarías de nada, desfrutarías de tu viaje... Pero la copa de vino que cambiaste mandó todo al carajo.

¿Vino? Sí, tomamos aquel vino. Mis recuerdos eran borrosos, pero sus palabras empezaron a encajar en un rompecabezas inquietante. Yo no recordaba casi nada. Recordaba una conversación agradable, la brisa del mar, el vino. Luego un mareo inesperado. Y… nada.

—No quería hacerte daño, Rosa —continuó él—. Solo te puse un somnífero fuerte en la primera copa. Te habrías quedado dormida plácidamente, mientras yo sacaba tu collar falso y lo cambiaba por el auténtico. Pero tú eres especial. No caíste. Así que necesité una segunda dosis. Otra copa. Y tú la cambiaste sin saberlo. —Sonrió tristemente, como si lamentaba—. Y me la tomé yo. Pero tengo alergia a ese medicamento… y me caí redondo.

Me quedé muda. Era demasiada información y no sabía para qué me lo contaba ahora. Demasiado para procesar en ese momento, demasiado para una mujer que llevaba dos días viviendo como protagonista de una serie policiaca sin guion.

—Si te hubieras quedado quieta… si hubieras esperado en tu camarote sin hacer barbaridades… —me miró como si mi existencia fuera un inconveniente logístico— nada de esto habría pasado.

—¿Qué esperabas? ¿Qué me quedara sentada, tranquila, mientras me robaban y encima metían un cadáver en mi cama? —le solté, indignada, con la rabia subiéndome a la garganta.

Adrián no contestó. Rebuscó en mi bolso con la calma de un ladrón experimentado, ignorando mis patadas inútiles, y sacó el estuche del collar. Lo abrió. El brillo del collar bajo la luz tenue me golpeó como una bofetada. No podía ser falso. No.




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