Rosa
El coche avanzaba por aquella carretera rural como un animal oscuro, tragándose la noche. Adrián tenía el volante, el collar en la guantera y la sonrisa de alguien que ya había decidido nuestro destino. Daniel seguía dormido atrás, con la boca abierta, como si todo esto fuera un viaje turístico y no una sentencia de muerte.
Yo respiraba rápido, como si cada bocanada de aire fuera un préstamo que el cuerpo no sabía si podría devolver. El cinturón me apretaba el pecho y las muñecas, cortándome la circulación, convirtiéndome en un paquete mal embalado. La cabeza me daba vueltas, un carrusel de pensamientos desordenados: voy a morir, tengo que salir, no puedo moverme, ¿por qué Daniel ronca en medio de esto?
Tenía que hacer algo. Algo absurdo, algo desesperado.
Intenté liberar las manos, pero el cinturón estaba tan ajustado que parecía diseñado por un sádico ingeniero de seguridad vial. Solo me quedaban las piernas. Gracias a Dios, aún no tenía artrosis y las articulaciones funcionaban como debían, lo que no podía decir de la cabeza: la desesperación y el pánico me empujaban a actuar sin medir el riesgo, como si la lógica hubiera abandonado el coche antes que yo.
Así que las piernas se convirtieron en mi única arma. Moví la rodilla, el muslo, el pie, buscando un ángulo imposible. El cinturón me mantenía fija, pero la rabia me daba flexibilidad. No era un plan, era un instinto. Una acción ridícula que, en aquel momento, me pareció una buena idea.
El sudor me resbalaba por la frente, los latidos me golpeaban en los oídos y cada movimiento era un recordatorio de que estaba viva… aunque atrapada. Y en esa mezcla de miedo y furia entendí que a veces la supervivencia no se parece a un plan maestro, sino a un gesto torpe, desesperado, que puede cambiarlo todo.
Me incliné hacia la puerta, tensé el cuerpo y lancé ambas piernas contra Adrián. Dos patadas secas, directas, con toda la rabia acumulada.
Él no lo esperaba. Su sonrisa confiada se quebró en un gesto de sorpresa. El volante se le escapó de las manos, giró bruscamente y el coche se desvió como un animal descontrolado.
El chirrido de las ruedas cortó la noche. El coche patinó sobre la gravilla, se sacudió violentamente y salió de la carretera. Las palmeras se acercaron como lanzas verdes y el mundo se convirtió en un torbellino de metal y gritos.
El golpe fue brutal. El cristal se astilló, el cinturón me clavó en el pecho y el aire se llenó de polvo y olor a gasolina. De repente, el airbag explotó con un estallido seco, como un cañonazo dentro del coche. La tela blanca me golpeó la cara y me dejó sin aire, un muro inesperado que me aplastó contra el asiento. El interior se convirtió en una nube sofocante de polvo químico, con ese olor ácido que se pega a la garganta. Tosí, cegada, mientras Adrián maldecía, intentando recuperar el control. Pero ya era tarde: el coche quedó incrustado en la palmera, herido, jadeando como un animal atrapado.
Yo respiraba con dificultad, el corazón golpeando como un tambor de guerra. Había conseguido lo imposible: romper su seguridad, sacarnos de la carretera.
Y ahora, con Daniel medio despierto y Adrián aturdido, sabía que era el momento de escapar.
De pronto escuché un ruido detrás. Daniel, con el golpe, había caído entre los asientos. Se incorporó torpemente, los ojos desorbitados, la cara desencajada, como si acabara de despertar de un sueño absurdo.
—¿Qué… qué ha pasado? —balbuceó, mirando alrededor como un turista perdido en un safari.
Yo lo miré con una mezcla de histeria y sarcasmo, el corazón todavía martilleando.
—¿Qué ha pasado? Pues que mientras tú duermes como un bebé con anestesia, yo tengo que salvarnos del asesino —le señalé con el dedo a Adrián, que seguía aturdido por el golpe, con la cabeza ladeada y la expresión de alguien que acaba de perder el control por primera vez.
Daniel parpadeó, intentando procesar.
—¿Ese… no estaba muerto?
—¡Exacto! —le solté, casi riendo de la desesperación—. El muerto conduce taxis ahora. Bienvenido a la pesadilla, Daniel.
Adrián se movió lentamente, con los ojos aún nublados. Pero yo sabía que no tardaría en recuperarse. Y entonces, el sarcasmo se me evaporó: había que correr, pero estaba atrapada por el cinturón.
Daniel, con los ojos desorbitados, me miraba sin saber qué hacer.
—¿Cuánto tiempo vas a estar ahí mirando? —le solté, con la voz cargada de rabia—. ¿Piensas liberarme o prefieres que me quede aquí como decoración?
Él reaccionó al fin, tambaleándose, y empezó a empujar la puerta de su lado. El metal crujió, pero no cedía.
—¡No puedo! —jadeó, sudando—. Está atascada.
—Las puertas están bloqueadas, genio. ¡Pues inventa algo! —grité, mientras el cinturón me cortaba la piel—. Porque si Adrián se levanta del todo, nos va a matar aquí mismo.
Daniel me miró desesperado, con esa mezcla de torpeza y valentía que siempre lo definía. El coche era una cárcel improvisada, y Adrián empezaba a moverse más rápido, recuperando el control.
Yo sabía que teníamos segundos, nada más. Y que si Daniel no encontraba la manera de liberarme, el próximo movimiento sería el último.
Daniel, todavía con la mirada perdida, se inclinó hacia mí. Sus manos temblaban cuando, con los nudillos rojos, empezó a golpear el cierre del cinturón.
—Espera… —murmuró, como si estuviera pensando en voz alta.
Y entonces lo hizo. El cinturón se aflojó y el aire volvió a entrar en mis pulmones como un regalo.
Me quedé unos segundos muda, con la respiración entrecortada.
—Pues mira tú… funciona —dije, con una risa nerviosa que se me escapó sin permiso.
Daniel sonrió torpemente.
—Por algo te sirvo.
Me incorporé como pude. Miré a Adrián, que ya se levantaba con los ojos encendidos de rabia. El tiempo se nos acababa.
—¿Y cómo salimos de aquí? —pregunté con impaciencia.
Daniel miró la puerta, forcejeó, sudó, golpeó la manilla… nada. El metal estaba deformado por el impacto, no por el botón de seguridad. Entonces, sin pensarlo, levantó el reposacabezas y lo estrelló contra el cristal lateral. El vidrio explotó en mil fragmentos en un estallido seco.
#284 en Otros
#18 en Aventura
#138 en Humor
matrimonio en crisis, diamantes robados mafia, mal entendido
Editado: 13.12.2025