Daniel.
Nunca pensé que mi primer paseo por la selva sería huyendo de un muerto reincidente con ganas de matarnos. Yo me imaginaba algo más turístico: un guía con camisa floreada, fotos de pajaritos y un todoterreno con aire acondicionado. No ramas en la cara, no lianas que parecen serpientes, no este sudor pegajoso que me convierte en sauna portátil.
Y lo peor no era la humedad ni los mosquitos ni el barro metido en los calcetines. Lo peor era hacerlo de noche. Porque la selva de noche no es un lugar: es un ruido. Un ruido vivo, enorme, que parece decirme: “Buenas noches, Daniel. Vas a morir”.
Y claro, con Rosa mirándome como si todo fuera culpa mía. Según su versión, yo había matado a Miguel, dormido mientras Adrián la secuestraba, provocado el caos, arruinado el crucero y ahora nos había metido en esta jungla diseñada por un arquitecto con fetiche por los mosquitos. Todo por mis “impulsos”.
Lo que ella convenientemente olvidaba era que mi único impulso real había sido salvarle la vida y protegerla de su “amante” inmortal. Pequeño detalle que nunca entra en su reparto de culpas.
—Daniel, ¿qué es ese ruido? —susurró ella, frenándose en seco.
Yo también me detuve. El ruido era como un gruñido largo, grave, húmedo.
—Puede ser un pájaro —murmuré.
—¿Qué clase de pájaro suena como un señor con bronquitis?
El gruñido volvió a sonar, esta vez más cerca. Rosa se pegó a mi brazo con tanta fuerza que casi me descoloca el hombro.
—Daniel, dime que no es un animal salvaje.
—Si te digo que no, ¿me creerás?
—No.
—Entonces… no sé qué decirte.
El camino era un desastre. Cada paso era una ruleta rusa: barro que te tragaba hasta el tobillo, piedras que parecían cuchillas, raíces que se enredaban como manos intentando arrastrarte al suelo.
Rosa no paraba. Cada paso era un reproche, cada rama que le azotaba la cara era un argumento contra mí.
—¡Esto es absurdo! —bufaba—. Mejor sería ir por la carretera. Mejor sería que Adrián nos matara allí mismo, rápido, limpio. ¡Pero no aquí, devorados por animales salvajes!
Yo la escuchaba, con el corazón golpeando como un tambor. La linterna temblaba en mi mano y el sudor me corría por la espalda. Tenía miedo, claro que sí. Pero no podía dejar que ella lo notara.
—Rosa… —dije, intentando sonar tranquilo—. Es una isla relativamente pequeña. No estamos en medio del Amazonas. Hay poblaciones cerca, seguro. Solo tenemos que seguir.
Ella me miró con los ojos encendidos, cubierta de barro y furia.
—¿Seguir? ¿A dónde, Daniel? ¿A otra raíz que me rompa la pierna? ¿A otro charco que me trague hasta la cintura?
Yo tragué saliva, intentando mantener la calma.
—A cualquier sitio que no sea Adrián. Eso ya es suficiente.
Ella soltó una carcajada amarga, como si mi intento de consuelo fuera la peor broma de la noche.
—Treinta años juntos y todavía no sabes a dónde vas.
Y tenía razón. No sabía. Mi impulso inicial había sido puro instinto, una descarga de adrenalina para escapar de Adrián. Pero ahora, entre ramas que parecían trampas y un camino que no era camino, me derrumbé. El cuerpo me pesaba, la linterna temblaba en mi mano y la selva me recordaba que no tenía plan, solo miedo.
De pronto escuché un grito:
—¡Ayyyy!
Rosa había caído sentada en un charco que parecía diseñado para humillarla. Mi linterna iluminó la escena: su cara manchada de barro, hojas pegadas al pelo y un mosquito del tamaño de un cenicero zumbando sobre su cabeza como un helicóptero en miniatura.
—No. No. Me niego —dijo con una calma tan falsa que daba miedo—. Yo no avanzo más.
—Rosa, tenemos que seguir —susurré—. Adrián puede venir detrás.
—¡Que venga! —estalló, con un berrinche digno de un adulto cansado—. ¡Que venga él! ¡A ver si le gusta esta selva! ¡A ver si le gusta este barro! ¡A ver si quiere matarme, que mate! ¡Porque sería mejor que esto!
—Rosa, por favor…
—No, Daniel. Estoy harta. Mírame. Estoy sudando por lugares que no deberían sudar. Tengo un zapato medio muerto. Tengo algo pegado en la espalda que no quiero ni mirar.
—No tienes nada —dije, mirando su espalda.
Hizo una pausa dramática.
—Y si lo hay, solo no lo ves.
Intenté contener la risa. Fallé.
—¿TE RÍES? —saltó ella, con la furia de una diosa del barro—. ¿TE! ¿RÍES?
—No… es nervios…
—¡PUES APRENDE A NERVIARTE EN SILENCIO!
Convencido de que necesitaba un descanso, me obligué a detener la marcha. El cuerpo ya no respondía y el teléfono con linterna parecía pesar más que mi brazo. Miré alrededor, buscando algo que no fuera barro, raíces o charcos, y encontré un árbol bastante seco, con el tronco ancho y las raíces elevadas como un asiento improvisado.
—Aquí —dije, con voz ronca.
Aparté las ramas y ayudé a Rosa a sentarse. Ella resopló, aún cubierta de barro, con hojas pegadas al pelo y esa mirada que podía atravesar cualquier máscara de valentía.
—¿Descansar? —me soltó, con sarcasmo—. ¿En medio de esta jungla?
Yo me agaché junto a ella, intentando sonar más seguro de lo que me sentía.
—Estoy seguro de que estamos cerca de alguna población. Solo tenemos que seguir… después de recuperar fuerzas.
Ella me miró con incredulidad, como si mis palabras fueran un chiste cruel.
De repente, Rosa empezó a gemir de dolor y a doblarse sobre sí misma, con las manos en el estómago.
—¿Qué te pasa? —pregunté, asustado.
—No he comido nada desde la mañana —murmuró, con voz quebrada—. Ya sabes que tengo problemas con el flujo gástrico. Me duele…
El miedo me golpeó más fuerte que los mosquitos. Si se desplomaba allí, en medio de la selva, estábamos acabados. Así que me lancé a buscar algo comestible, cualquier cosa que no pareciera veneno inmediato.
Tras unos minutos, encontré un árbol con unas frutas amarillentas, brillantes bajo la linterna. Tenían buen aspecto, casi apetitoso. Y, en ese momento, la lógica era un lujo que no podía permitirme.
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matrimonio en crisis, diamantes robados mafia, mal entendido
Editado: 13.12.2025