Rosa
Al principio pensé que era solo el cansancio. O el miedo. O las malditas frutas amarillas que Daniel me había dado como si fueran manzanas de supermercado. Pero entonces la selva empezó a inclinarse, como si quisiera mirarme de cerca, y todo se volvió demasiado brillante, demasiado suave, demasiado… conocido.
Parpadeé. Estaba en la carretera de mi pueblo natal. Con el vestido blanco de mi boda, impecable y sucio al mismo tiempo. En el recuerdo, limpio, resplandeciente, con encaje que parecía luz. En el presente, lleno de barro, hojas pegadas, la falda hecha un poema desastroso.
Y entonces lo escuché: el motor viejo del coche de mi padre. Pasó delante de mí y vi a mi yo joven. Mucho más joven. El corazón me golpeó en el pecho. —No… —susurré—. Esto no puede ser…
Pero sí lo era. El pasado estaba ahí, tan real como la humedad que me empapaba la espalda. El coche tosió, chisporroteó y se apagó. El coche que debía llevarme a la iglesia decidió morirse justo aquel día, como si tuviera miedo del matrimonio.
—Papá, por favor, ¡arráncalo! —oí a mi yo joven, con la voz temblando. Mi padre, sudando bajo la guayabera, golpeaba el volante, insultando en susurros que pretendían ser elegantes.
Y yo estaba allí dos veces. La joven, desesperada y preciosa. La adulta, embarrada, cansada, y probablemente al borde de un colapso.
La carretera vacía se desplegó frente a mí. Ningún coche. Ningún alma. El reloj avanzaba y yo veía al Daniel joven, en mi mente, guapísimo, esperándome en el altar. Alto, nervioso, sudando como si estuviera bajo una lámpara de interrogatorio. Lo amaba más que a mi vida. Lo recordaba y lo sentía al mismo tiempo.
Recordé que ese día quería llegar a tiempo a la iglesia, costara lo que costara. —Rosa… ¿qué vas a hacer? —preguntó mi padre, horrorizado. —Casarme —respondí, con esa seguridad que solo tienen las mujeres jóvenes o las locas.
Entonces pasó un camión lleno de cerdos. El mismo motor, el mismo olor, el mismo agricultor que me miró como si yo fuera un espejismo. Y mi yo joven levantó el brazo. El camión se detuvo.
—¡No, Rosa, no! —grité yo, la adulta, llevándome las manos a la cabeza—. ¡Estás loca! Pero mi yo joven no me escuchaba. No podía. Solo sabía una cosa: tenía que llegar a Daniel.
Me vi a mí misma agarrando la falda para no pisarla, sonriendo con la determinación suicida del amor absoluto, metiéndome en la parte trasera del camión entre resoplidos de cerdos sorprendidos, ignorando que mi vestido blanco —mi sueño, mi símbolo— se estaba convirtiendo en una obra moderna marrón y rosada.
Pero no importaba. Nada importaba. Solo él.
—Voy a llegar —decía mi yo joven, mientras el camión avanzaba—. Voy a casarme con él.
Las imágenes se mezclaron: la carretera rural y el sendero selvático. El barro de ahora y el barro de entonces. Mis pies desnudos hundiéndose en la tierra y los tacos blancos hundiéndose entre los cerdos.
El camión se desvaneció. La Rosa joven también. Solo quedó la voz de mi padre, como un eco en el viento: —Hija, cuando amas así… nada te detiene.
Y llegué. Abrí las puertas de la iglesia y lo vi. Los colores se hicieron más brillantes, las voces más profundas. Todo era exactamente como lo recordaba… hasta que dejó de serlo.
El cura alzó la vista. Daniel me miraba. Mi Daniel joven. Guapo. Nervioso. Sudando como un cerdo… irónicamente.
“Este es el momento”, pensé.
—¿Aceptas a Rosa como legítima esposa…?
Daniel abrió la boca. Y, en lugar de “Sí, quiero”, salió: —Beeeeee.
Me quedé paralizada.
—¿Daniel…?
Pero no era Daniel. El velo de la visión se desprendió como una cortina, y lo que estaba delante del cura no era mi marido. Sino una cabra. Una cabra enorme, marrón, tranquila, mirando al cura con dignidad eclesiástica, como si hubiera sido invitada oficialmente.
Y volvió a decir:
—Beeeee.
—¡¿Pero qué…?! ¡¿Dónde estás, Daniel?! —grité, completamente descontrolada.
La cabra giró la cabeza con parsimonia insultante y… me guiñó un ojo.
—Estoy aquí, Rosa —escuché por fin la voz real de mi marido, y sentí su abrazo cálido envolviéndome desde atrás—. Estoy aquí, a tu lado, mi amor.
Por un segundo —muy breve, muy frágil— sentí el mismo fuego de aquel día. El fuego de una Rosa que todavía creía que todo era posible, incluso lo imposible.
—Te dije que estábamos cerca de la gente —susurró él, con paciencia infinita—. Esta cabra es del pueblo de allí.
Me giró suavemente hacia un claro, y entonces lo vi: un puñado de casas emergiendo entre los árboles como un milagro.
Y justo así, como si alguien apretara un interruptor dentro de mi cabeza, Rosa la joven y enamorada —esa que olía a jazmín, que creía en finales felices y que se subiría a un camión lleno de cerdos solo por casarse a tiempo— se esfumó.
Desapareció por completo.
Y en su lugar volvió la otra: la Rosa de ahora, una mujer mayor, dolorida, con barro hasta en lugares anatómicamente imposibles, y con un temperamento que podría derretir el hielo de los polos.
—¡Pero será posible, Daniel! —exploté, sacudiéndome de encima el romanticismo como quien espanta mosquitos—. ¡¿Cómo que “el pueblo estaba cerca”?! ¡¿No lo viste antes, eh?! ¡¿No se te ocurrió mirar, aunque fuera un poquito, en dirección contraria?!
Daniel suspiró, ese suspiro suyo que ya tenía la textura de la resignación conyugal.
—Rosa, estaba oscuro…
—¡Oscuro está mi futuro contigo! —le interrumpí, señalando el claro con el dedo tembloroso—. ¡Ahí mismo había casas! ¡Gente! ¡Luz! ¡Vida civilizada! ¡Y tú me tuviste toda la noche subida a un árbol como una mona! ¡COMO UNA MONA, DANIEL!
—Bueno, pero estábamos a salvo —intentó justificar.
—¡A salvo! ¡Claro! ¿¡A salvo de los ladrones, de las serpientes y de la dignidad!? —bufé, avanzando hacia el camino con pasos cortos y furiosos—. Y encima yo hablando con una cabra. ¡Una cabra, Daniel! ¡Que me guiñó un ojo! ¡ME GUIÑÓ UN OJO!
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matrimonio en crisis, diamantes robados mafia, mal entendido
Editado: 13.12.2025