Daniel.
Entramos al pueblo como dos náufragos que habían sobrevivido a un apocalipsis tropical. Sucios, agotados y, para colmo, guiados por una cabra que caminaba delante con la dignidad de una emperatriz romana, no menos que Agripina. ¿Será que todas las cabras nacen con esa mirada de superioridad, como si supieran que los humanos somos una especie en decadencia?
Yo todavía arrastraba medio cuerpo adormecido por el golpe del coche y la noche infernal en la jungla. Las piernas me temblaban, la respiración se me quebraba a cada paso, pero aun así tenía la absurda sensación de ser el más cuerdo de los dos.
Rosa, en cambio, no dejaba de soltar insultos en fila india, uno detrás de otro, como si la cabra los hubiera ordenado alfabéticamente en su cabeza para optimizar el rendimiento.
Ese pueblo pesquero del Caribe parecía sacado de una postal… pero una postal que alguien había dejado demasiado tiempo al sol. Las casas eran de colores vivos, aunque ya desteñidos por la sal y el viento; las palmeras, retorcidas y con las hojas medio rotas, como si el mar se empeñara en recordarles cada día quién manda aquí.
La calle era estrecha, llena de arena y con olor a pescado fresco mezclado con gasolina de las lanchas. Los niños corrían descalzos, persiguiendo gallinas que parecían más dueñas del pueblo que los propios alcaldes. Y en la esquina había un bar improvisado: una casita amarilla con una terraza metálica, mesas de plástico, un ventilador que giraba con la dignidad de un héroe cansado y un letrero torcido que decía: EL CHILIN BAR. A mí me sonó hospitalario. A Rosa le sonó a muerte. Últimamente todo le sonaba a muerte, y no sin razón.
Unos pescadores, que estaban sentados en la mesa, nos miraban con esa mezcla de curiosidad y superioridad que solo tiene quien sabe que tú jamás sobrevivirías una jornada en el mar. Y claro, todo el mundo parecía conocerse, menos nosotros.
En resumen: un lugar encantador, siempre que no seas tú el que llega sucio, cansado y guiado por una cabra con ínfulas de emperatriz.
—Vamos a pedir ayuda. Necesitamos agua, un cargador para el teléfono, algo de comida y quizá una habitación —le dije a Rosa.
—Necesitamos un divorcio —respondió, entrando la primera.
Dentro olía a ron, a café fuerte y a humanidad. El aire estaba espeso, como si cada pared hubiera absorbido décadas de sudor y carcajadas. Tres hombres se inclinaban hacia un televisor diminuto colgado en la pared, donde repetían una pelea de boxeo con la misma devoción con la que otros mirarían una misa.
—¡Eso sí que es un golpe maestro! —exclamó uno, levantando el vaso de ron como si brindara por el boxeador.
—Un uppercut limpio, directo al alma —añadió otro, con tono solemne.
Yo no aguanté. El cansancio me pesaba, pero el instinto pudo más.
—Eso no es ningún golpe maestro —dije, casi sin darme cuenta de que hablaba en voz alta—. Es una imitación. El tipo está repitiendo un movimiento aprendido y ahora… ahora el otro le va a dar justo donde no espera.
Los tres hombres se giraron hacia mí, sorprendidos. Y como si el destino quisiera darme la razón, en la pantalla el contrincante soltó un gancho inesperado, directo al costado, que dejó al supuesto “maestro” tambaleando.
El silencio duró un segundo. Luego, el mesero —un hombre delgado, con bigote fino y ojos brillantes— me miró con atención.
—¿Usted… usted es el Guante Rojo? —preguntó, casi con reverencia.
Yo parpadeé, desconcertado.
—Eh… sí.
El mesero sonrió como si acabara de descubrir un tesoro.
—Lo sabía. El hombre que entiende el boxeo como nadie. El que sobrevivió a la selva.
Rosa, que hasta entonces había estado observando con los brazos cruzados, soltó un bufido.
—Por favor… —dijo, con sarcasmo venenoso—. ¿Tú puedes pensar en algo útil o solo en tu maldito boxeo?
Los tres hombres rieron, el mesero también, pero no con burla: con admiración. Yo, por dentro, sentí una mezcla absurda de orgullo y vergüenza. Orgullo porque me habían reconocido. Vergüenza porque Rosa tenía razón: en medio de todo el desastre, lo único que me salía natural era hablar de boxeo.
—¿Qué hace Guante Rojo en un pueblo como el nuestro? —preguntó uno, con una mezcla de curiosidad y sorna.
—Es que… —tartamudeé, incapaz de improvisar una respuesta decente. La lengua se me trababa y el cerebro se me quedaba en blanco.
Por suerte, Rosa era mucho más rápida que yo.
—Tuvimos un percance en la carretera hacia el puerto y perdimos el crucero —explicó, con esa seguridad que solo ella sabe fingir—. Luego nos metimos en la selva y, como era de esperar, nos perdimos. Y ahora estamos aquí.
Hizo una pausa, mirándolos con la firmeza de quien dicta sentencia.
—Necesito ayuda. Una habitación, una ducha y algo de ropa.
El silencio que siguió fue casi solemne. Los hombres se miraron entre sí, como si acabaran de recibir una orden militar. Yo, mientras tanto, me limité a asentir, consciente de que Rosa había resumido en tres frases lo que a mí me habría costado media hora de balbuceos.
De pronto, todo se volvió surrealista. Los hombres que nos habían estado mirando como si fuéramos bichos raros empezaron a reaccionar como si hubiéramos llegado con credenciales de celebridad.
El mesero, con su bigote fino y sonrisa de medio lado, nos invitó a comer.
—Aquí nadie se queda con hambre —dijo, colocando dos platos de pescado frito y arroz con frijoles delante de nosotros, como si fueran coronas.
Uno de los hombres, un pescador con manos tan ásperas que parecían hechas de coral, se levantó y me dio una palmada en el hombro.
—Mi casa está abierta para Guante Rojo y su hermosa mujer. Una cama limpia, un techo que no gotea… y silencio, si es que pueden dormir después de tanto ruido en la selva.
El segundo, más joven, con camiseta deshilachada y sonrisa fácil, señaló la ropa embarrada que llevábamos.
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matrimonio en crisis, diamantes robados mafia, mal entendido
Editado: 13.12.2025