Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 29. No conozco a mi marido.

Rosa

Nunca pensé que algún día estaría agradecida por el hobby inútil de mi marido. Y, sin embargo, ahí estaba: bajo una ducha caliente, con el vapor empañando el espejo y el agua arrastrando el sudor, el barro y la desgracia acumulada en los últimos días… mientras pensaba que ese hobby absurdo nos había salvado la vida.

No lo dije en voz alta —Dios me libre de darle más motivos para inflar el pecho—, pero lo pensé. Lo admití. Y fue la primera vez en últimos años de nuestra vida juntos que sentí algo parecido a orgullo hacia su obsesión con el boxeo.

Pero claro… una cosa era estar agradecida y otra muy distinta era callar lo que mi cabeza llevaba horas mascando. Porque mientras el agua me recorría la espalda, mientras dejaba caer la ropa sucia en el suelo, mientras sentía por fin un poco de humanidad, esa pregunta aparecía una y otra vez, como un mosquito empeñado en zumbarme al oído:

¿Quién demonios es “Guante Rojo”… y qué tiene que ver Daniel con él?

Mi Daniel. Mi marido. Ese hombre incapaz de recordar dónde deja las llaves… pero que, según tres pescadores y un mesero con bigote, era una especie de leyenda local en internet.

Cuando salí de la ducha —con el pelo aún chorreando y envuelta en una toalla que olía a sol y detergente barato— no me anduve con rodeos. Entré en la habitación donde él estaba intentando descifrar una hamaca caribeña como si fuera un artefacto alienígena y solté:

—Daniel, dime la verdad. ¿Quién es Guante Rojo?

Él levantó la cabeza, sorprendido como un niño atrapado robando galletas.

—Ah… ¿eso?

—Sí, eso. —Crucé los brazos—. ¿Por qué te conocen por un nombre ridículo en un país donde nunca hemos estado? ¿Y por qué hablan de ti como si fueras un experto?

Daniel se rascó la nuca. Siempre hacía eso cuando iba a confesar algo.

—Bueno… verás… hace unos dos años uno de mis alumnos me abrió un canal en YouTube.

Sentí que una ceja se me levantaba sola.

—¿Qué?

—Sí… —continuó, evitando mirarme directamente—. Él insistió en que mis clases de boxeo merecían estar online. Así que subió unos videos míos explicando movimientos, comentando peleas… cosas así.

Me quedé en silencio. Él aprovechó para seguir hablando:

—Yo no pensé que nadie fuera a verlos, pero… pues… la gente empezó a interesarse. Y luego crecimos. Mucho. Entonces él me dijo que necesitaba un nombre para el canal, algo llamativo. Y ya sabes, yo siempre usaba esos guantes rojos… —Hizo una pausa, como si dijera algo obvio—. Así que me puso Guante Rojo.

Lo miré. Procesando. Sopesando. Mi marido. El hombre que no sabe doblar una camiseta. El que tarda media hora en encontrar el mando de la tele.

¿Era una especie de… personaje famoso en YouTube? ¿Un comentarista reconocido del boxeo? ¿Un “experto” que, sin querer, nos había conseguido techo, comida y hasta transporte marítimo?

—¿Y nunca pensaste en mencionármelo? —pregunté finalmente, con la voz más calmada de lo que esperaba.

Daniel encogió los hombros.

—No creí que te interesara. Pensé que lo verías como otra de mis tonterías.

Suspiré. Porque sí, probablemente lo habría visto así. Y porque, por primera vez desde que me casé, pensé que quizá había un lado de Daniel —uno pequeño, escondido y lleno de polvo— que yo nunca me había molestado en mirar.

—Bueno —dije, sentándome en la cama—. Supongo que ahora entiendo por qué este pueblo te trata como si fueras Rocky Balboa.

Daniel rió, tímido, casi avergonzado.

—Sí… supongo que sí.

Mientras él seguía explicando detalles del canal —cómo grababan, cómo su alumno editaba los videos, cómo poco a poco la gente empezó a reconocerlo— yo lo observaba en silencio. No por lo que decía, sino por lo que revelaba sin darse cuenta.

Era extraño… casi incómodo. Como si hubiera descubierto una puerta oculta dentro de mi propia casa, una que siempre estuvo ahí pero que yo jamás traté de abrir. Y en ese instante, mientras él hablaba con una mezcla de timidez y orgullo, me cayó encima una verdad que me revolvió las entrañas:

No sabía casi nada de mi marido.

Llevábamos años bajo el mismo techo, compartiendo rutina, cuentas bancarias, discusiones tontas sobre nuestra hija, silencios largos… pero no vida. La vida real, la que se piensa y se siente. La que se cuenta. Esa la habíamos negado mutuamente.

Recordé cómo era antes, cuando trabajábamos en el instituto. Aquel tiempo en el que al menos teníamos algo en común: quejas de alumnos, reuniones eternas, compañeros insoportables, los dramas del curso… Era poco romántico, sí, pero nos mantenía comunicados. Había un puente, aunque fuera pequeño. Ese puente se vino abajo el día que lo jubilaron.

Al principio pensé que era un descanso para todos, pero ahora… ahora lo veía con una claridad dolorosa. Su mundo se vació. El mío siguió andando. Y sin darnos cuenta, dejamos de encontrarnos en el camino.

Desde entonces, ¿de qué habíamos hablado? De Lisa. De su matrimonio. De los Solen. De su embarazo. De citas médicas, fechas, que si la canastilla, que si el cuarto del bebé… De logística, no de emociones. De la vida de otros, no de la nuestra.

Ni él se interesó por mí. Ni yo por él.

Y lo peor es que, hasta ese momento, no lo había visto como un problema. Lo había aceptado como se acepta una grieta en la pared: molesta, fea, inevitable. Y si no te gusta… romper la pared del todo y construir nuevo.

Pero ahí, en aquella habitación caribeña, con una toalla húmeda sobre los hombros y el olor a sal colándose por la ventana, entendí que esa grieta no era una grieta. Era una fractura. Una que llevaba años creciendo en silencio, hasta tal punto que decidimos divorciarnos.

Daniel seguía hablando, gesticulando con entusiasmo mientras explicaba cómo algunos seguidores le pedían análisis de peleas o consejos para entrenar. Yo lo miraba y no podía evitar pensar: ¿Cuándo fue la última vez que él me habló así? ¿Y cuándo fue la última vez que yo le permití hacerlo?




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