Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 30. La fiesta en honor a “Guante Rojo”

Rosa

Cuanto más lo miraba y escuchaba, más entendía que nada en nuestra relación tenía ya buen fin. Éramos dos extraños compartiendo techo, rutina y facturas, pero no vida. Y me dolía reconocerlo: un día lo amé más que a la propia vida, tanto que fui capaz de subirme a un camión lleno de cerdos solo para llegar a tiempo a la iglesia y casarme con él.

Ahora, en cambio, estaba casi convencida de que nada podría salvar nuestro matrimonio. Demasiados silencios, demasiadas grietas. Nos habíamos convertido en dos personas desconocidas que se cruzaban en la cocina como vecinos mal avenidos.

Me acosté en la cama ofrecida por la mujer de aquel hombre del bar, desvanecida por el cansancio y esa certeza amarga. Pero mientras dormía, algo cambió. Soñé con Daniel. Con momentos dulces que parecían olvidados: el nacimiento de Lisa, la compra de nuestra casa, las veces que nos apoyamos sin pensarlo. En el sueño todo era sencillo, sin reproches ni cansancio.

Me desperté con el corazón revuelto. Porque esos recuerdos no eran mentira. Habían existido. Y aunque ahora parecíamos dos desconocidos, en algún lugar seguía viva la Rosa que se subió al camión de cerdos por amor, y el Daniel que me esperaba nervioso en el altar.

Por primera vez en mucho tiempo me pregunté si de verdad estábamos condenados… o si aún quedaba algo que rescatar. Pero no tuve tiempo para responderme, porque en la habitación entró el dueño de la casa trayéndonos nuestra ropa limpia y arreglada.

—Esta noche hay fiesta en la plaza —anunció con una sonrisa amplia, como si nos estuviera regalando un milagro—. Y será en honor de Guante Rojo.

Me quedé helada.
—¿En honor de quién? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—De su marido —dijo, señalando a Daniel, que en ese momento estaba peleándose con la hamaca como si fuera un enemigo invisible.

—Pronto dejará de serlo. Estamos en trámites de divorcio —solté, sin saber por qué. Quizá porque no quería ir a ningún lado.

Pero no tuve tiempo de protestar. El pueblo entero parecía haberse enterado en cuestión de minutos. Los niños corrían por las calles gritando el nombre de Daniel, las mujeres sacaban vestidos coloridos y los hombres arrastraban cajas de ron como si fueran cofres del tesoro.

Al caer la noche, la plaza se transformó. Había música de tambores y guitarras, farolillos improvisados colgando de las palmeras, mesas de plástico llenas de comida y un ventilador viejo girando con la dignidad de un héroe cansado. Todo el pueblo estaba allí, celebrando a mi marido como si hubiera derrotado a la mismísima muerte.

Daniel, por supuesto, estaba en el centro. Sonreía torpe, saludaba con la mano, y cada vez que alguien le llamaba Guante Rojo, yo sentía que el apodo se me clavaba en el oído como un mosquito insistente.

Y entonces ocurrió lo que no esperaba.

Una mujer joven, con un vestido rojo ajustado y una sonrisa peligrosa, se acercó a él. Lo tomó del brazo, lo arrastró a la pista de baile y se restregó contra él con descaro. Daniel intentaba mantener la compostura, rígido como un palo, pero yo lo conocía demasiado bien: estaba incómodo y, aun así, en el fondo disfrutaba de la atención.

Lo peor no fue ella. Lo peor fue él.

De repente, Daniel no parecía el hombre torpe que se pelea con las hamacas ni el marido que tarda media hora en encontrar el mando de la tele. No. Bajo las luces cálidas de la plaza, con la música envolviéndolo y esa mujer pegada a su cuerpo, lo vi distinto. Lo vi como un hombre interesante.

Su espalda recta, sus movimientos contenidos, la sonrisa nerviosa que, sin querer, lo hacía parecer misterioso. Y ella lo miraba como si fuera un premio. Como si él tuviera algo que yo había olvidado que existía.

Sentí un pinchazo en el pecho. Celos. Celos que me revolvieron las entrañas, porque no eran solo rabia hacia ella: eran miedo. Miedo de que yo hubiera dejado de ver a mi marido como hombre, y que otra viniera a recordármelo.

Me descubrí pensando en cosas absurdas: en cómo se le marcaban los brazos cuando intentaba resistirse, en cómo su incomodidad lo hacía más atractivo, en cómo esa torpeza que siempre me irritaba ahora parecía un gesto de dignidad. Y entonces me dolió. Me dolió darme cuenta de que yo misma lo había reducido a un viejo torpe, a un compañero de broncas y silencios. Y que bastaba una mujer con vestido rojo para mostrarme que aún podía ser deseado.

Me ardió la garganta. Me ardió el orgullo. Y me ardió el corazón. Celos absurdos, ridículos, pero tan reales que me quemaban como el ron. Porque en ese instante, entre la música y el sudor, entendí que no solo estaba celosa de ella. Estaba celosa de mí misma, de la mujer que fui y que lo miraba como si fuera el hombre más interesante del mundo.

—¿En serio? —murmuré para mí misma, apretando el vaso—. Treinta años juntos, sobrevivo a un crucero perdido, a una selva llena de mosquitos, a frutas alucinógenas… ¿y ahora tengo que competir con una caribeña que se cree que mi marido es Rocky Balboa?

La mujer, con su vestido rojo ajustado, lo tomó de la mano y lo invitó a otro vaso de ron. Daniel, torpe, intentó negarse con una sonrisa nerviosa, pero ella insistió, arrastrándolo hacia el bar.

Me levanté. Caminé hacia ellos con la calma de una tormenta que se prepara.
—¿Todo bien por aquí? —pregunté, con una sonrisa que podía cortar acero.

La mujer me miró, sorprendida, y retrocedió medio paso. Daniel me miró como si acabara de salvarlo de un nocaut.
—Sí, claro, Rosa… estábamos hablando de boxeo.

—Ah, de boxeo… —repetí con ironía—. Qué interesante. Seguro que ella sabe mucho de ganchos y golpes.

La mujer se rió nerviosa, murmuró algo y se alejó hacia la pista de baile. Daniel suspiró, aliviado.
—Gracias —me dijo en voz baja.

Lo miré con dureza.
—No me des las gracias. Recuerda que “Guante Rojo” podrá ser famoso aquí, pero sigue siendo mi marido… al menos por ahora. Así que compórtate.




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