Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 31. El orgullo y la rendición.

Daniel

La fiesta seguía rugiendo alrededor: música, ron, risas, palmas, un calor que parecía salir de la tierra misma. Pero yo no podía concentrarme en nada de eso. No después de la manera en que Rosa había irrumpido en medio del grupo, tan firme, tan cortante, arrancándome —porque otra palabra no existe— de las manos de aquella caribeña del vestido rojo.

Y aunque luego fingiera que no… me gustó.
Me gustó verla así.
Reclamándome.
Como hacía años no lo hacía.

Nos sentamos en una mesa apartada, todavía rodeados por el bullicio, pero como en nuestra propia burbuja. La miré con una sonrisa torcida, de esas que me salen cuando estoy entre orgulloso y picado.

—¿Tuviste celos? —pregunté, medio en broma, medio tanteando un terreno que no piso desde hace siglos.

Rosa frunció el ceño de inmediato, como si le hubiera preguntado si creía en unicornios.

—¿Celos yo? No seas ridículo.

Lo dijo con ese tono afilado que podría cortar vidrio. Y antes de que pudiera replicar, giró la conversación con la elegancia de un verdugo.

—El que tiene celos eres tú. De Adrián.

El nombre me cayó en el estómago como una piedra.

—¿De ese ladrón? —bufé, deseando que mi voz no temblara, pero sí tembló un poco.

Rosa se inclinó hacia mí, despacio, con esa calma venenosa que me deja sin defensas.

—¿Sabes por qué me gustó Adrián? —preguntó, clavándome la mirada—. No fue por lo que tú piensas. Me gustó porque sabía hablar de literatura, porque tenía un humor inteligente, porque se expresaba con elegancia.
Pausó apenas, para que doliera más.
—Todo eso que tú nunca tuviste.

Sentí un calor feroz subirme desde el cuello hasta las orejas. No sabía si quería levantarme, responder o desaparecer bajo la mesa.

Me quedé callado unos segundos, midiendo las palabras para no gritar.
Después solté, con la voz más áspera de lo que pretendía:

—¿Y qué? Yo no voy a cambiar ahora, no a estas alturas. La gente me quiere tal como soy —escupí las palabras, irritado, sintiendo cómo la rabia me trepaba por la garganta como fuego. —Claro… —añadí con sarcasmo—. La gente que me quiere así no es precisamente de tu altura, ¿verdad? Ahora eres la suegra del millonario, ¿no? Ahora te crees que puedes codearte con gente de alto standing, con esos que hablan fino y se ríen de mis manos ásperas.

Rosa se quedó callada un segundo, sin reaccionar, como si mis palabras hubieran caído en un pozo. Pero yo no había terminado.

—Y quiero recordarte —continué, mirándola con una mezcla de reproche y dolor— que hace treinta años tú te casaste conmigo sabiendo perfectamente quién era. No era un príncipe azul, ni un intelectual de salón. Era un boxeador, un muchacho con las manos llenas de callos y los bolsillos vacíos, que nunca leyó a Remarque ni sabía citar a Neruda. Y aun así, me elegiste. Me elegiste a mí, con mis torpezas, con mi manera brusca de hablar, con mi mundo pequeño.

Me incliné hacia ella, con la voz quebrada entre orgullo y herida:

—No me pidas ahora que sea otro hombre. Porque ese hombre nunca existió. Y tú lo sabías.

Rosa me miró con los ojos entrecerrados, como si mis palabras fueran un espejo que no quería mirar. Se quedó callada unos segundos, pero no era silencio de derrota: era el silencio de quien prepara la respuesta como un cuchillo.

—Sí, Daniel —dijo al fin, con voz firme—. Yo me casé contigo sabiendo quién eras. Un boxeador con las manos llenas de callos, un hombre que nunca leyó a Remarque ni citó a Neruda. Lo hice porque te amaba como una loca… y porque pensé que podías cambiar, crecer intelectualmente, abrirte a algo más que tus puños y tu boxeo.

Se inclinó hacia mí, con la mirada dura, como si quisiera atravesarme.

—Pero ¿sabes qué pasa? Que después de treinta años, me cansé de que siempre seas el mismo. De que nunca intentes ser más.

Cada palabra me golpeaba como un gancho al hígado. Rosa no gritaba, no insultaba: hablaba con esa calma que duele más que cualquier golpe. Me quedé un tiempo pensando si realmente me había querido entonces, o si solo había querido la promesa de un hombre distinto al que soy.

Respiré hondo, con la rabia trepándome por la garganta.

—¿Sabes qué? —dije con amargura—. Yo, en cambio, nunca quise cambiarte. Nunca quise que fueras mejor, más guapa, más hogareña, ni distinta. Te amaba tal y como eras. Te aceptaba con todo: tus defectos, tus manías, tus lágrimas y tus risas. Nunca soñé con que fueras otra mujer.

La miré fijo, con los ojos ardiendo.

—Y ahora me reprochas que yo no sea otro hombre. Pero yo nunca te pedí que fueras otra Rosa.

Rosa no parpadeó. Sostuvo mi mirada con una mezcla de rabia y algo más profundo… algo que no supe leer. O no quise leer.

Y por un instante —uno breve pero certero— pensé que quizá tenía razón. Que algo en mí se había ido endureciendo con los años. Que lo que ella echaba de menos no era que yo fuera poco fino o rudo, sino que alguna vez fui más cariñoso con ella, más atento, menos… distante.

Pero no iba a dársela.

Tragué.

Me giré hacia la mesa fingiendo indiferencia, aunque por dentro era un hervidero.

En ese momento, el móvil de Rosa empezó a sonar. La música estaba tan alta que pensé que era un tambor más de la fiesta, pero ella lo sacó inmediatamente del bolso, como si hubiera estado esperando esa llamada todo el día.

Era Lisa.

El simple nombre en la pantalla bastó para expulsarnos del pequeño campo de batalla matrimonial.

Rosa contestó.

—Mamá… —la voz de nuestra hija sonaba agitada, rota, al borde del llanto—. No he podido comunicarme con vosotros en todo el día. ¿Dónde estáis? ¿Qué pasó?

Rosa me lanzó una mirada rápida, que significaba claramente: habla tú, pero también: no la asustes.
Yo respiré hondo.
Cómo explicarle que habíamos sobrevivido a una selva, a un psicópata, a una noche en un árbol y a un pueblo donde me trataban como un héroe sin serlo.




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