Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 32. Lo que queda

Rosa

Supe que había pasado tres pueblos en el mismo instante en que vi su cara. No fue por lo que dije, sino por cómo lo dije. Ese tono mío, afilado y cruel, que sale cuando ya no sé defenderme de otra forma. Y en él vi algo que no esperaba: una mezcla de orgullo herido y cansancio antiguo, como si llevara años tragándose palabras que nunca encontró dónde colocar.

Daniel no respondió. No discutió. No se defendió. Solo me miró. Un minuto eterno. Sus ojos oscuros brillaban, no sé si por el ron o por algo más profundo, más triste. Luego se levantó y se marchó sin decir nada.

Y eso, precisamente eso, fue lo que más me desarmó.

Lo alcancé y, sin saber cómo, me salió la verdad más torpe del mundo:

—Tuve celos —admití—. Porque aquí eres una estrella de cine… y yo parezco una vieja amargada.

Él se detuvo. Me miró como si mis palabras le hubieran abierto una grieta.

—Tú siempre serás para mí la mujer más hermosa de la tierra —dijo.

Y entonces hizo algo completamente inesperado: me besó.

No fue un beso bonito. Ni romántico. Ni digno de una película.

Fue torpe, demasiado fuerte, lleno de rabia, miedo y una desesperación que me atravesó el pecho. Un beso de alguien que no sabe pedir perdón, ni ayuda, ni cariño… y lo pide todo de golpe.

Me quedé quieta. No porque no quisiera apartarlo, sino porque, por primera vez en mucho tiempo, entendí. Entendí su herida, su orgullo, su forma brusca de amar.

Cuando se separó, respiraba mal. Yo también.

—El divorcio puede esperar —dije, casi sin pensarlo—. No ahora.

Él me miró como si no hubiera oído bien.

—No digo que todo esté bien —añadí—. Ni que no me pongas de los nervios. Pero aún siento…

La palabra “amor” se me quedó atascada en la garganta. Me pareció demasiado desnuda, demasiado frágil. No la dije.

—Gracias —murmuró él, acercándome otra vez a su pecho, como si temiera que me desvaneciera.

—Me equivoqué en muchas cosas —continué, apoyando la frente en su hombro—. Pero acepta que tú, últimamente… estás insoportable.

Nos sentamos en un banco, lejos del ruido de la fiesta. La música seguía allí, pero amortiguada, como si alguien hubiera bajado el volumen del mundo para dejarnos a solas con lo que venía. El aire olía a ron, a mar y a algo más: a verdad.

—Treinta años no son poca cosa —dije, sin mirarlo del todo—. Y no todo fue malo, Daniel. No todo.

—Para mí fueron los mejores años de mi vida… —murmuró él.

Y fue entonces cuando dejó de hacer bromas. Cuando la máscara de torpeza, de humor fácil, de “a mí nada me afecta”, se le resbaló por completo.

Me contó lo de la jubilación forzosa. No como quien relata un episodio incómodo, sino como quien confiesa una herida que todavía supura.

Yo sabía de aquella alumna que no quería aprobar Educación Física, llamando la asignatura de Daniel como una tontería. Las quejas de sus padres al colegio. Las llamadas a la alcaldía y junta de comunidad. Las reuniones interminables con la directriz y con esa gente influente.

Lo que no sabía era su sensación de derrota, de que su palabra ya no valía nada frente al dinero y los apellidos importantes. Al final, un día era profesor. Al siguiente, un estorbo administrativo.

—Me sacaron como si fuera un mueble viejo —dijo, con la voz quebrada—. Y yo… yo no supe qué hacer después. Era nocaut.

Luego habló de Lisa. De su boda con un millonario. De las cenas donde él no sabía qué cubierto usar. De los consuegros mirándolo por encima del hombro, como si fuera un intruso que se había colado en un salón demasiado elegante para él.

—No me gusta sentirme inferior —admitió, bajando la mirada—. Y con ellos… siempre lo soy.

Lo escuché en silencio. Sin interrumpir. Sin corregirlo. Sin decirle que exageraba. Y entonces lo entendí. No fue una iluminación bonita, sino un golpe seco, directo al estómago. Me di cuenta de algo que llevaba demasiado tiempo negándome a ver: mientras yo me dedicaba a señalar lo que él no era, lo que no hacía, lo que no sabía… él se iba encogiendo por dentro.

Y lo peor no era lo que le decía en privado. Lo peor era lo que hacía delante de los Solen. Mis comentarios irónicos, mis correcciones, mis miradas de “por favor, no digas tonterías”… todo eso lo dejaba más pequeño que cualquier crítica suya hacia mí.

Yo, que siempre presumí de ser fuerte, no vi cómo a él se le desmoronaba el suelo bajo los pies. No vi que también estaba perdido. Que también tenía miedo. Que también se sentía inferior, no por lo que era, sino porque yo misma lo empujaba a sentirse así.

Le tomé la mano. No para consolarlo, sino para sostenerlo.

—No eres inferior a los Solen y nunca serás. Pero vas a tener que acostumbrarte —le dije con suavidad, casi con ternura—. Porque nuestro nieto va a ser Weinberg y Solen. Una mezcla de los dos mundos. Te guste o no. Nos guste o no.

Hice una pausa, y añadí con una sonrisa cansada:

—Pero tú serás el único que pueda enseñarle cómo se hace un uppercut al mentón.

Él levantó la mirada, sorprendido por mi tono.

—De eso no hay duda, —sonrió Daniel y por primera vez en mucho tiempo, no vi al hombre torpe ni al marido cansado. Vi al Daniel que siempre quiso ser suficiente. Para Lisa. Para el mundo. Para mí.

Nos quedamos así un rato, sin hablar, con la brisa del mar enfriando la piel y la música de la fiesta llegando como un eco lejano. No éramos los mismos que habían empezado a discutir horas antes. Algo se había roto, sí… pero algo también se había aflojado, como un nudo que por fin cede un poco.

Yo respiré hondo, sintiendo su mano todavía entre la mía. Daniel miraba al horizonte, a las luces del pueblo reflejándose en el agua, como si buscara allí una respuesta que no sabía formular.

—Rosa —dijo al fin, con esa voz grave que solo usa cuando habla de verdad—. Yo no sé si podemos arreglarlo todo. Ni sé si merezco que lo intentemos. Pero… —hizo una pausa, larga, sincera— …si tú te quedas, yo también me quedo.




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