Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 33. La confesión a punto de la lengua

Daniel

Dos policías bajaron del coche con la calma de quien sabe que el tiempo juega a su favor. Uniformes impecables, botas limpias, miradas que pesan incluso antes de hablar. Entraron en el bar sin prisa, como si hubieran venido solo a refrescarse… y ahí estuvo el primer error de mi cerebro: creer que alguien entra sin prisa cuando no trae problemas.

Sentí ese cosquilleo antiguo en la nuca, el mismo de antes de subir al ring. El cuerpo se me tensó solo. Instinto puro. Defensa. Huida. Culpabilidad preventiva.

Han venido por nosotros, pensé.
Por Miguel.
Por Adrián.
Por el coche.
Por la selva.
Por la ambulancia.
Por el crucero.
Por la cabra.
Por todo lo que llevamos acumulado como si fuéramos una enciclopedia del desastre.

La cabeza me iba demasiado rápido, como si alguien hubiera soltado los frenos de golpe. Cada paso que daban los policías parecía sumar cargos invisibles.

Miré a Rosa. Estaba sentada a mi lado, tranquila por primera vez en días, con esa expresión suya que mezcla cansancio y dignidad, como si por fin hubiera decidido dejar de pelear con el mundo. Cuando me vio rígido, duro como una estatua mal colocada, me apretó la mano.

—Respira —susurró—. No todo gira alrededor de ti. A lo mejor es solo una redada rutinaria o tienen otros problemas.

Mentía. O quizá no. Pero últimamente, cada vez que había problemas cerca, siempre terminaban girando alrededor de mí.

Dentro del bar, el murmullo bajó un punto, como si alguien hubiera girado un botón invisible. El ventilador de la terraza siguió girando con su dignidad heroica, ajeno a todo, pero la música perdió fuerza, como si también tuviera miedo.

No sabía exactamente qué estaba pasando dentro del bar, pero me lo imaginaba: uno de los policías preguntando por algunos desconocidos en el pueblo al mesero; el otro recorriendo el local con la mirada, despacio, contando cabezas, midiendo cuerpos, archivando caras.

Por eso, cuando los policías salieron primero del bar, empujando la puerta con esa seguridad tranquila de quien no necesita correr para imponer miedo, el estómago se me encogió.

El mesero salió detrás de ellos, secándose las manos en el delantal. Nos vio a Rosa y a mí sentados en el banco cerca de la terraza, y su expresión cambió. No fue miedo. Fue ese gesto incómodo de quien reconoce a alguien… y preferiría no hacerlo.

Los policías se detuvieron a unos pasos del bar. El mesero los alcanzó. Y entonces ocurrió: señaló hacia nosotros.

Un gesto rápido, casi tímido, pero definitivo. Como si dijera ahí están sin necesidad de palabras.

Ya está. Nos han reconocido. Guante Rojo cae por K. O. técnico.

El sol de la tarde les dio de lleno en los uniformes, haciéndolos brillar como si fueran parte del decorado de una película… pero no había nada de ficción en la forma en que se movían.

Los policías giraron la cabeza al mismo tiempo. Sus miradas se clavaron en nosotros como dos focos encendiéndose a la vez.

Rosa se tensó. Yo sentí cómo el estómago se me convertía en piedra.

Los agentes empezaron a avanzar. No corriendo. No gritando. Solo caminando hacia nosotros con esa lentitud que da más miedo que cualquier carrera.

El corazón me golpeaba en el pecho con la precisión de un metrónomo nervioso. Me incliné hacia Rosa.

—Si preguntan algo —le dije en voz baja—, tú no hablas. Yo hablo.

—Daniel, por favor… —murmuró ella, sin soltarme la mano.

—No —insistí—. Será mejor que tú te vayas a casa. Yo me encargo.

Me lanzó esa mirada suya que no necesita palabras. Esa que dice no empeores esto, no juegues al héroe, no conviertas esto en espectáculo y no te voy a dejar.

Pero, aun así, la empujé suavemente hacia la entrada de la casa que nos ofrecieron los aldeanos, movido por lo mismo de siempre antes del primer golpe: la absurda necesidad de protegerla, incluso cuando no sabía de qué… ni cómo.

El policía más alto habló primero, sin levantar la voz:

—Buenas noches.

—Buenas noches —respondí yo, demasiado rápido. Demasiado alto. Demasiado todo. Mal. Muy mal.

El agente me recorrió con la mirada, de arriba abajo: la camiseta prestada, las zapatillas húmedas, la cara de hombre que ha dormido mal, comido regular y huido peor. Yo mismo me habría detenido para interrogarme.

—¿Usted es…? —preguntó.

Aquí viene.
Aquí se acaba la fiesta.
Aquí empieza el parte terrible
, pensé.

—Sí —dije, interrumpiéndolo—. Pero puedo explicarlo todo.

Rosa me apretó la mano con fuerza, como si quisiera recordarme que tenía un cerebro.

—Daniel…

—Vete a casa, mujer —solté, y de nuevo la empujé suavemente hacia la entrada, como si eso pudiera salvarla de algo.

El policía parpadeó, desconcertado.

—¿Explicar qué?

Yo dudé. Tenía demasiadas opciones. Todas malas. Elegí la peor.

—Bueno… depende de por dónde quiera empezar. ¿Por el coche, la selva o el muerto que no estaba tan muerto?

Silencio. Un silencio tan denso que hasta los grillos parecieron callarse. El pueblo entero contuvo el aliento.

Rosa cerró los ojos. Yo ya estaba preparando mentalmente mi declaración.

El policía frunció el ceño… y luego, para mi absoluta sorpresa, sonrió.

El segundo policía apareció a su lado, con una sonrisa casi infantil, como si acabara de ver a un famoso en pijama.

—Usted es Guante Rojo, ¿verdad?

Tardé un segundo en reaccionar. Mi cerebro seguía en modo “confesión forzada”.

—Eh… sí. Bueno. Depende del día.

—¡Lo sabía! —exclamó el alto—. Mi hermano me pasa siempre sus vídeos. El análisis del último combate fue brutal.

Sentí cómo algo dentro de mí se recolocaba. El mundo, de repente, volvía a tener eje. Y yo volvía a ser alguien que no necesitaba abogado.

—Gracias —murmuré—. Intento ser justo.

—¿Justo? —intervino el primero—. Usted destruyó a ese tipo con palabras. Fue peor que un nocaut.




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