Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 34. Felicidad es un espejismo.

Rosa

La mañana llegó con el grito de la mujer de nuestro casero antes de lo que me hubiera gustado, demasiado puntual para una noche que había sido inesperadamente buena. Me desperté con esa sensación extraña de ligereza, como si el cuerpo aún recordara la música, las risas bajas, el calor compartido y esa cercanía que no teníamos desde hacía años. No fue una noche perfecta ni joven, pero sí honesta, llena de recuerdos antiguos y de una intimidad que creí perdida.

Pero había que cumplir lo que Daniel había prometido el día anterior. Así que nos levantamos deprisa, nos vestimos, desayunamos los bocadillos y el café aromático que nos ofreció aquella chica con tanta amabilidad, y fuimos al puerto.

El puerto ya estaba despierto cuando llegamos. La luz de la mañana lo llenaba todo con una claridad honesta, limpia, que no acusaba ni perseguía. El mar estaba tranquilo, de un azul casi insolente, y por primera vez no pensé en lo que podía esconder, sino en lo que reflejaba. Barcos, cuerdas, voces, movimiento. Vida.

Daniel caminaba a mi lado con otra postura. No más joven, no más fuerte, pero sí más seguro. La gente lo saludaba, lo reconocía, le daba palmadas en la espalda. Y yo, sin saber muy bien cuándo había pasado, me descubrí mirándolo con una mezcla de ternura y orgullo. Orgullo del hombre que había sido, del que seguía siendo, incluso del que a veces me desesperaba.

Allí, rodeado de gente, hablando de boxeo con naturalidad, gesticulando, riéndose, Daniel no era el hombre desplazado ni el marido incómodo. Era alguien en su sitio. Y pensé, no sin cierta culpa, que quizá muchas veces fui yo la primera en olvidarlo.

Había algo en la forma en que lo miraban los demás —respeto, complicidad, admiración sincera— que me hizo entender por qué nunca supo quedarse pequeño, aunque yo a veces lo hubiera empujado a serlo. Allí, entre esa gente, Daniel no era el hombre perdido ni el marido cansado: era alguien importante, alguien escuchado. Y por primera vez en mucho tiempo no sentí celos ni miedo, solo una calma nueva, como si ese lugar también me estuviera diciendo que, al menos por ahora, todo estaba bien.

Yo no sabía todavía que esa tranquilidad tenía fecha de caducidad. Pero en ese momento, mientras el sol subía y el puerto despertaba del todo, me permití creer que la noche no había sido un paréntesis, sino un puente.

El público empezó a acomodarse en las gradas improvisadas como si aquello fuera una fiesta de pueblo y no un combate entre policías. Bancos de madera, algunas sillas plegables, gente de pie apoyada en las barandillas del puerto. Todo muy provisional y, a la vez, sorprendentemente solemne. El mar estaba justo detrás, inmenso, tranquilo, como un testigo silencioso al que nadie había pedido opinión.

Me senté despacio, alisándome el vestido casi por inercia. Tenía esa sensación rara de estar fuera de sitio y, al mismo tiempo, exactamente donde debía estar. Busqué a Daniel con la mirada.

Y lo vi.

Estaba rodeado de gente. Policías, vecinos, curiosos, incluso algún turista despistado. Le hablaban, le reían las gracias, le tocaban el hombro como si fuera uno de los suyos. Daniel gesticulaba, explicaba algo con las manos, imitaba un golpe, exageraba un movimiento. Y todos lo miraban con atención. Con respeto. Con admiración.

Sentí algo que no esperaba tan nítido: orgullo.

Un orgullo tranquilo, sin alardes, que me llenó el pecho despacio. No por el boxeador que había sido, ni por el personaje de Guante Rojo, ni siquiera por los vídeos. Orgullo por ese hombre al que yo había reducido tantas veces a sus torpezas, a sus silencios, a sus enfados. Allí estaba, entero, ocupando su lugar en el mundo sin pedir permiso.

Durante un segundo pensé: ese es mi marido.

Y no sonó como una carga. Sonó como una afirmación.

La música se apagó poco a poco y el murmullo fue bajando, como una ola que se retira. Un agente con micrófono pidió atención. La gente terminó de sentarse. Crucé las piernas y respiré hondo. El sol ya estaba alto, sin concesiones, y el aire olía a sal, a café reciente y a metal caliente.

Presentaron primero a Daniel, luego a uno de los luchadores y después al otro. Aplausos, silbidos, algún grito entusiasta. Todo muy correcto, muy deportivo. Nada de alcohol, nada de exceso. Era un evento limpio. Demasiado limpio, pensé de pronto, sin saber por qué.

Entonces lo escuché.

—Rosa.

No fue un grito. Fue justo lo contrario. Una voz cercana, baja, demasiado conocida.

Se me tensó la espalda incluso antes de girarme.

Adrián estaba a unos pasos, de pie entre dos filas de asientos, con las manos en los bolsillos y esa expresión suya que siempre me había puesto nerviosa: una mezcla de urgencia y contención, como si nunca supiera del todo cuándo callar.

—Adrián —dije, forzando una sonrisa—. No pensaba verte por aquí.

—Yo tampoco sabía que ibas a estar tan… tranquila —respondió, sentándose a mi lado sin esperar invitación.

Noté cómo algo se desplazaba dentro de mí. Una sombra pequeña, pero incómoda.

—¿Qué quieres? —susurré—. Daniel y yo no queremos saber nada de ti.

Adrián asintió, pero no sonrió.

—Es entendible —dijo—. De verdad. Pero hay algo que tienes que ver.

Sentí el aviso antes de que sacara el móvil. Ese presentimiento frío, casi físico, que te recorre el estómago cuando sabes que la calma está a punto de romperse.

—Ahora no —susurré—. Empieza el combate.

—Es importante, Rosa. Más para vosotros que para mí.

Miré al frente. Los luchadores ya estaban en el centro, saludándose. El árbitro daba instrucciones. La gente aplaudía. Daniel, desde un lateral, sujetando el micrófono, observaba con atención profesional, concentrado, serio.

—No quiero saber nada —insistí.

Adrián dudó. Luego negó con la cabeza.

—Tú no, pero yo sí.

Bajó el brillo de la pantalla con el pulgar y me tendió el móvil. Dudé solo un segundo antes de cogerlo.




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