Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 35. Lo que no se puede esquivar

Daniel

Comentar un combate entre policías no era exactamente lo que había imaginado para una mañana cualquiera de mi vida, sobre todo teniendo un asesinato imprudente respirándome en la nuca, pero tampoco estuvo nada mal. De hecho, me sorprendí a mí mismo disfrutándolo. No por la violencia —nunca fue eso—, sino por el ritmo, por la técnica limpia, por la disciplina que ambos llevaban tatuada en el cuerpo. Se notaba que entrenaban. No eran dos tipos soltando golpes a lo loco: había control, cálculo, respeto. Incluso cuando uno fallaba, sabía por qué había fallado. Eso es lo hermoso del boxeo: no te miente. Te devuelve exactamente lo que eres.

Hablé con el micrófono en la mano como quien vuelve a casa después de demasiado tiempo. Las palabras me salían solas, como si hubieran estado esperando una excusa para volver. Analizaba los desplazamientos, el juego de piernas, la guardia demasiado abierta del más joven, la paciencia del otro, que esperaba su momento sin precipitarse. La gente escuchaba. Asentía. Aplaudía cuando señalaba algo que acababa de ocurrir, como si yo les estuviera traduciendo un idioma que siempre habían querido entender.

Durante un rato, olvidé todo lo demás. Olvidé a Miguel. Olvidé el golpe. Olvidé el desastre que llevamos encima por culpa de aquel collar. Durante unos minutos fui solo Guante Rojo. El tipo que sabe de combates y no de huidas.

Cuando terminó el enfrentamiento —un combate digno, decidido por puntos—, los aplausos me llegaron como desde otra habitación. Bajé del pequeño estrado improvisado y devolví el micrófono. Varias personas se acercaron a saludarme: palmadas en la espalda, sonrisas sinceras, comentarios entusiastas. Yo sonreí. Agradecí. Pero mi mirada buscaba a Rosa.

La encontré en las gradas, demasiado quieta. No aplaudía. No hablaba con nadie. Tenía las manos entrelazadas sobre el bolso y la mirada fija en un punto que no estaba allí. Como si siguiera viendo algo que los demás no podían ver.

Me acerqué.

—¿Te ha gustado? —pregunté, sentándome a su lado.

Ella giró la cabeza despacio. Me miró. Y en sus ojos no había orgullo ni admiración ni calma. Había miedo.

Ahí supe que algo iba mal. Muy mal.

—Tenemos que hablar —dijo.

No esperó respuesta. Se levantó y empezó a caminar hacia el extremo del puerto, donde el ruido se diluía y la gente ya no prestaba atención. La seguí sin decir nada. Ese silencio suyo era peor que cualquier reproche.

Nos detuvimos junto a unas cuerdas amontonadas y una boya naranja. El mar estaba tranquilo. Demasiado tranquilo. Como si también esperara.

—Adrián estaba aquí —soltó de golpe.

Sentí el impacto en el pecho, seco, como un gancho corto que no ves venir.

—¿Qué Adrián?

—No te hagas el tonto, Daniel.

Cerré los ojos un segundo. Solo uno. El suficiente para desear que no fuera verdad.

—¿Qué quiere ahora?

Rosa tragó saliva. Me contó lo del vídeo. No entró en detalles innecesarios. No dramatizó. No hizo falta. Cada palabra suya era una piedra cayendo en su sitio, construyendo una verdad que no quería escuchar.

Cuando terminó de hablar, el silencio se nos cayó encima como una losa.

—Quiere dinero —añadió Rosa—. Mucho. Y el collar.

—¡Se atreve a pedir algo! —exclamé, entre indignado y asustado.

Ella me miró con desesperación, los ojos brillantes.

—Sí, Daniel. Porque tiene ese vídeo en la nube. Y me amenazó con entregarlo a los policías con los que tú estabas tan… encantado.

—Solo comenté el combate —balbuceé, sin saber por qué intentaba justificarme.

Rosa respiró hondo, como si le costara mantener la voz firme.

—Tenemos que llamar a Iván.

Negué antes incluso de pensarlo.

—No.

—Daniel, por favor. Es la única salida. Solo Iván puede conseguir el dinero. Rápido. Tenemos que llevarlo todo —dinero y collar— a las cinco de la tarde.

—¿Cómo que a las cinco? —pregunté, aturdido—. Los chicos dijeron que nos llevaban a Barbados a las dos y media, después del almuerzo.

La miré entonces de verdad. Vi el miedo en su cara, sí, pero también algo más: esa determinación suya de salvarnos a cualquier precio, incluso si el precio lo pagaba otro. Incluso si lo pagaba Iván.

—No voy a meter a Iván en esto —dije.

—No vamos a decirle para qué es —insistió ella—. De otra manera no solo no nos llevan a Barbados… nos encierran en el calabozo. Y algo me dice que aquí no es un buen sitio.

—Entonces, ¿qué hacemos? —la interrumpí.

La pregunta cayó entre nosotros como un golpe seco, definitivo.

Rosa dio un paso atrás, como si acabara de oírla por primera vez.

—Pagar —susurró.

—No —respondí, con una seguridad que me sorprendió—. Tú sabes mejor que yo que ese tipo no se queda quieto. Aunque le demos lo que pide, nos va a chantajear toda la vida.

Ella negó despacio.

—No puedes estar seguro.

—Lo estoy. O casi. Y con Adrián… “casi” es suficiente. Ningún chantajista, y menos un canalla como él, te deja en paz.

Me apoyé en el borde de hormigón del muelle. El mar brillaba bajo el sol, indiferente a nuestra desgracia.

—Rosa… si desde el principio hubiéramos dicho la verdad sobre el “cadáver” en nuestra cama, nada de esto estaría pasando. Empezamos mal. Seguimos peor. Y ahora Adrián solo está rematando la jugada.

—¿Y qué propones? —preguntó ella, con la voz rota—. ¿Que nos entreguemos?

La miré.

—Sí.

El silencio volvió, más denso, más frío.

—Estás loco —dijo al fin—. Nos van a detener. Nos van a juzgar. Nos van a destruir.

—No. Tú vas a casa —respondí—. Y yo me declaro culpable.

—¿Estás loco? —repitió, casi gritando.

—No. Mi amor, no estoy loco. Puede que ahora esté más lúcido que en los últimos años.

—Daniel, anoche… —la voz se le quebró—. Anoche volvimos a encontrarnos. Yo… sentí cosas que creí perdidas. No quiero pedirte ahora, cuando…

Me acerqué y le tomé las manos.




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