Rosa
El pánico no llega como en las películas. No hay gritos. No hay cámara lenta. No hay música dramática.
Llega como un enjambre: una avalancha de pensamientos chocando entre sí, sin orden, sin educación y sin pedir permiso.
Respira, Rosa. No, no respires. Respira normal. Te van a notar.
Sentí el corazón golpeándome las costillas como si quisiera escaparse primero y dejarme allí sentada, dando explicaciones. Las manos me sudaban. El collar pesaba sobre mi pecho como si se hubiera vuelto de plomo. El collar. Siempre el collar. Ese maldito objeto que había arrastrado a dos viejos como nosotros a una pesadilla digna de veinteañeros irresponsables.
Miré a Daniel. Estaba hablando con alguien, serio, concentrado, con esa calma suya que aparece justo cuando el mundo se está yendo al demonio. Y entonces lo entendí con una claridad brutal: él iba a entregarse. No ahora. No delante de todos. Pero pronto. En cuanto yo estuviera a salvo.
Y no. Eso no iba a pasar. No otra vez. No después de haberlo recuperado por una noche, después de haber sentido que aún quedaba algo entre nosotros que valía la pena salvar.
Mi cerebro entró en modo supervivencia, escupiendo planes con una velocidad que daba miedo.
Plan A: llamar a Iván. No. Demasiado tarde. Demasiado dinero. Demasiada explicación. Y, sobre todo, demasiado abuso de su generosidad.
Plan B: correr. ¿Correr a dónde? ¿Con sesenta años y sandalias? Ya lo intentamos. Salió fatal. Y no pienso volver a correr por la selva de nadie. Ni de la policía. Ni de Adrián. Ni de mi propia culpa.
Plan C: decir la verdad y confiar en la justicia. Me reí sola. Descartado. Radicalmente descartado. La justicia es maravillosa… cuando no estás tú en el centro del huracán.
Plan D: matar a Adrián otra vez, pero bien, definitivo. Tentador. Poco práctico. Y, francamente, no tengo ya edad para cargar cadáveres.
Pensé en Adrián. En su sonrisa torcida. En el vídeo. En la dichosa “nube”. En las cinco de la tarde. En los policías. En Miguel. En Daniel solo, dando la cara por mí. En cómo se vería su espalda alejándose hacia una comisaría mientras yo me subía a una lancha rumbo a Barbados. No. Eso no.
Y entonces, entre todo ese ruido mental, apareció una frase vieja, inesperada, como un recuerdo que no sabes de dónde sale, pero llega cuando lo necesitas:
“Si la batalla es inevitable, hay que golpear primero.”
Miré a mi alrededor. La gente. El ruido. Los policías cerca. Adrián en algún lugar entre el público, creyéndose invisible.
Y sentí algo extraño: calma. Una calma fina, tensa, como justo antes de lanzarte al agua fría. La clase de calma que solo llega cuando ya has tomado una decisión que no tiene vuelta atrás.
Recordé nuestra conversación en el coche. Adrián no era inocente. Ni de lejos. Quería mi collar, aunque decía que era falso. ¿Para qué? Para que yo lo sacara del país. Eso significaba que él tenía un collar ilegal. ¿Robado? ¿De otra tonta como yo? Más que probable.
Me quedé muy quieta.
Cuando el cerebro entra en pánico de verdad, pasan dos cosas: o te paralizas… o te vuelves peligrosamente creativa.
Yo siempre tuve talento para improvisar. Y esta vez improvisaría para salvar a Daniel, aunque tuviera que ensuciarme las manos.
Vale, Rosa —me dije—. Si vamos a caer… que sea haciendo ruido.
No pensé. O pensé demasiado rápido, que es lo mismo. Tenía que parar a Adrián. De cualquier manera. No iba a permitir que Daniel pagara por ese ladrón.
Justo cuando el jefe de policía empezó su discurso, me separé del grupo sin que nadie lo notara. En un puerto lleno de gente, desaparecer es más fácil de lo que parece. Basta caminar con decisión, como si tuvieras un propósito. Yo no lo tenía, pero lo fingí muy bien.
El corazón me latía en la garganta. El collar pesaba como si supiera que estaba sentenciado.
Vi un barquito viejo al final del muelle. Desgastado, con la pintura saltada y un olor a sal y pescado rancio. Nadie le prestaba atención. Perfecto.
Me metí entre dos embarcaciones, agachándome como si buscara algo caído. Las manos me temblaban, pero obedecían. Abrí el cierre del collar, lo saqué y lo sostuve un segundo en la palma.
—Perdóname —murmuré, sin saber muy bien a quién.
Lo guardé en el bolso, rebusqué entre las nasas húmedas, llenas de algas y arena, y lo escondí allí, bien al fondo. Lo cubrí con una cuerda vieja y un trapo sucio. Nadie metería la mano ahí por curiosidad. Ni siquiera un ladrón profesional.
Entonces vino la parte difícil.
Miré alrededor. Nadie. Bien.
Cerré los ojos… y me di el golpe.
No fue elegante. Ni heroico. Fue torpe y doloroso. Me estampé la frente contra la madera del casco con más fuerza de la prevista. Vi estrellas. Literalmente. Un destello blanco que me dejó sin aire.
—Idiota —murmuré.
La sangre brotó enseguida, caliente, insistente. Me manché el vestido sin miramientos. Me arrodillé en la arena, rodé un poco. Arena en las rodillas. Arena en las manos. Un poco en la cara. Perfecto.
Respiré hondo. Dos veces.
Cuando me incorporé, el mundo giraba lo suficiente para resultar convincente. Caminé de vuelta al muelle con paso inseguro, la mirada perdida, una mano en la frente, la otra apretando el pecho como si estaba a punto de tener un infarto.
Y entonces grité.
No muy fuerte. No teatral. Un grito roto, de esos que salen cuando ya no sabes qué hacer.
—¡Ayuda…!
Las cabezas se giraron. Las conversaciones se cortaron como si alguien hubiera apagado un interruptor.
Daniel fue el primero en verme. Su cara cambió de color en un segundo: blanco, luego gris, luego ese gesto suyo de pánico contenido que solo le he visto dos veces en la vida.
—¡Rosa! —corrió hacia mí.
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matrimonio en crisis, diamantes robados mafia, mal entendido
Editado: 31.12.2025