Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 37. La diosa de mi mujer

Daniel

Al principio no entendí nada.

Vi a Rosa venir hacia mí tambaleándose, con la cara manchada de sangre, el vestido sucio de arena, los ojos perdidos. Y mi cerebro —tan rápido para analizar un jab, tan preciso para anticipar un gancho, tan torpe para la vida real— solo alcanzó una conclusión simple, primitiva, devastadora:

Le han hecho daño.

No tenía planes, ni teorías, ni sospechosos, ni estrategia. Solo ese miedo animal que te atraviesa cuando ves a la persona que amas destrozada delante de ti.

La agarré antes de que cayera. Sentí su peso hundirse en mí, más del habitual, como si su cuerpo hubiera decidido rendirse por completo. Escuché su respiración irregular. Vi la sangre deslizándose por su frente y sentí cómo algo se me rompía por dentro con un crujido seco, como un hueso mal curado. El pánico por perderla me atravesó entero.

—Rosa… Rosa, mírame —le dije, inútil, desesperado, como si eso pudiera recomponerla.

Entonces sus labios rozaron mi oído.

—Apóyame. Haz que sea creíble.

Y ahí… ahí fue cuando el mundo dio un giro extraño, como si alguien hubiera cambiado el guion sin avisarme.

No entendí qué quería decir. Pero entendí cómo lo decía.

No era la voz de una mujer a punto de morir. Era la voz de alguien que está ejecutando un plan. Controlada. Precisa. Decidida.

Los policías llegaron enseguida. Preguntas que no escuché. Manos firmes. Profesionalidad. Yo asentía, gruñía, apretaba los dientes, haciendo un esfuerzo monumental por no saltar al cuello del primero que se acercara demasiado.

—El collar… —dijo ella, con un temblor perfecto—. Me lo han robado…

Y entonces entendí que estaba describiendo a Adrián. Vi el temblor calculado de su mano. Vi el miedo perfectamente dosificado en sus ojos.

—¡Hijo de puta! —exclamé, todavía creyendo que había sido él.

Pero Rosa se colgó de mi cuello como una pesa. Y entonces lo entendí. No todo de golpe. No como una iluminación divina. Más bien como cuando, viendo una repetición a cámara lenta, reconoces el golpe que no viste venir en el primer asalto.

Rosa estaba actuando. No: Rosa estaba dirigiendo la escena.

Y era brillante.

Mientras los policías reaccionaban, mientras el público murmuraba, mientras yo fingía una furia descontrolada que no me costó demasiado, mi cabeza empezó a recomponer las piezas.

El collar. Adrián. El vídeo. El chantaje. Las cinco de la tarde. Y Rosa, que había decidido que no iba a dejar que yo me entregara como un idiota romántico con complejo de mártir.

La admiré. Así, sin matices. Una admiración limpia, profunda, casi desarmante.

Esta mujer, pensé. No me defendió con palabras. Ni con lágrimas. Me defendió con acción. Con riesgo. Con sangre —real, no simbólica— corriéndole por la cara.

Mientras dos agentes salían disparados tras Adrián —o tras alguien que se le parecía— y el resto organizaba el traslado de Rosa al hospital, yo la sostenía, fingiendo torpeza, cuando en realidad estaba temblando por dentro.

Y entonces llegó el segundo pensamiento. El que no tiene épica. El que no tiene poesía.

¿Y si sale mal? ¿Y si Adrián habla? ¿Y si enseña el vídeo? ¿Y si la arrastro conmigo? ¿Y si los policías empiezan a hacer las preguntas equivocadas?

El pánico me entró tarde, pero cuando llegó, llegó con fuerza.

Yo debía protegerla. Siempre había sido así. Ese era mi papel. Mi excusa. Mi manera de existir.

Y ahora era ella la que se había lanzado al ring sin avisar, sin casco, sin pedir permiso.

Sentí admiración. Sentí amor. Sentí agradecimiento. Pero, sobre todo, sentí miedo.

Rosa estaba sacrificándose. Estaba peleando por mí.

—Necesita un calmante fuerte —dije a uno de los médicos—. Está en shock.

No era del todo mentira.

Nos llevaron a una ambulancia. Alguien trajo agua. Otra persona le puso una tirita en la frente. Le pasé un brazo por la espalda y la acerqué más a mí.

—Estás loca —susurré, sin mover los labios.

—Lo sé —respondió ella—. Pero calla y sígueme.

Cerré los ojos un segundo.

Ahí estaba. Mi mujer. La misma que durante años me reprochó mis impulsos, mis calcetines tirados, mis platos sin lavar. Convertida ahora en la estratega más fría y valiente que he visto nunca.

No sabía cómo iba a acabar aquello. No sabía si encontrarían a Adrián. No sabía si encontrarían el maldito collar. No sabía si, aun así, la verdad acabaría saliendo a flote.

Pero sí sabía una cosa, con una certeza que me atravesó como un gancho al hígado:

No puedo permitir que ella pague por mi error. Tenía que inventar algo para que volviera a casa… y me dejara aquí a responder por lo que hice.

Nos dejaron un momento solos, sentados en aquella ambulancia, mientras los policías corrían detrás de Adrián y la gente murmuraba como si estuvieran viendo un episodio en directo de un drama que no entendían.

Rosa respiraba despacio, con la mano aún en la frente. Yo la miraba como si fuera a romperse en cualquier segundo.

—Rosa —dije, bajando la voz—. Escúchame. Tienes que irte. Ahora. En cuanto los policías vuelvan, les pido que te lleven en la lancha a Barbados. No puedes quedarte aquí.

Ella giró la cabeza hacia mí, despacio, como si mis palabras fueran demasiado pesadas para procesarlas.

—¿Irme? —susurró—. ¿Y dejarte aquí?

—Sí —respondí sin dudar—. Exactamente eso. Tú te vas. Yo me quedo. Entiendo lo que hiciste para salvarme, pero esto ya se acabó. No voy a dejar que te arrastren conmigo.

Rosa cerró los ojos un instante, como si reuniera paciencia para no gritarme.

—Ay, Daniel… no entiendes nada.

—¿Qué no entiendo? —me incliné hacia ella—. Te ha golpeado. Te ha robado. Te ha amenazado. Y Adrián está suelto por ahí con un vídeo que puede arruinarnos la vida. ¿Qué más necesito entender?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.