Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 38. Lo que se hunde

Daniel

El jefe de policía no levantó la voz. No hizo falta. Cuando alguien con una placa habla despacio y te sostiene la mirada, sabes que lo que viene no es una anécdota, ni un malentendido, ni un simple trámite. Es una verdad que va a cambiarte el día, o la vida.

—El sospechoso ha huido en un vehículo —dijo—. Hace diez minutos.

Sentí cómo Rosa me apretaba la mano. No era miedo. Era alerta. Como si su cuerpo hubiera detectado antes que el mío que algo estaba a punto de romperse. Esa mujer siempre ha tenido un radar para el peligro, incluso cuando no quiere admitirlo.

—¿Lo han perdido? —pregunté.

El hombre negó.

—No exactamente. —Respiró hondo, como quien se prepara para dar una mala noticia—. En la carretera costera, hacia el norte. En una curva cerrada. El vehículo atravesó la barrera… y cayó al mar.

El mundo no se quedó en silencio. Se quedó quieto. Quieto como un ring después de un golpe que nadie esperaba. Quieto como un pulmón que olvida respirar.

—¿Y sobrevivió? —preguntó Rosa, en voz baja.

El jefe se encogió ligeramente de hombros.

—No lo sabemos por ahora.

Peor respuesta, imposible. La incertidumbre siempre es peor que la verdad.

—El coche está sumergido —añadió—. A unos veinte metros de la orilla. Bastante profundo. Los agentes no vieron ni rastro del conductor.

—¿Podría haber salido antes de que se hundiera? —pregunté.

—Es posible —dijo al fin—. También es posible que no.

Miré el agua. Azul oscuro. Tranquila. Demasiado tranquila. El mar siempre tiene esa crueldad: puede tragarse un coche, un hombre, un secreto… y seguir moviéndose como si nada.

No sentí alivio. Tampoco culpa. Sentí algo mucho más incómodo: incertidumbre.

Adrián era muchas cosas, pero torpe no. Aunque… también sabía que cuando alguien se siente acorralado, comete errores. Y ese hombre llevaba demasiado tiempo viviendo al borde del desastre. Quizá esta vez había dado un paso de más.

—Hasta que los buzos confirmen —continuó el jefe—, no podemos dar nada por hecho.

—¿Cuándo bajan? —preguntó Rosa.

—Esta tarde. En cuanto llegue el equipo adecuado.

Horas. Horas de espera. Horas atrapadas en una isla que ya no era un paraíso, sino un escenario policial.

—Por eso tenemos el problema —añadió el jefe, mirándonos a los dos—. Hasta que sepamos si el sospechoso está vivo o muerto, hasta que la señora Vainberg lo identifique y hasta que recuperemos el vehículo y el collar, ustedes no pueden abandonar la isla.

Rosa cerró los ojos.

—El crucero… —murmuró—. Maldita sea, perderemos el crucero otra vez.

—Me temo que lo perderán definitivamente —confirmó el policía—. Lo siento.

Lo dijo con sinceridad. Pero la sinceridad no cambia los hechos.

Yo no lamentaba la pérdida del crucero. Ni un poco. Ese hotel de lujo flotante podía seguir su ruta hacia Barbados sin nosotros. La piscina infinita, las cenas temáticas, la cama enorme que no habíamos llegado a estrenar… todo eso era ruido. Decorado. Un espejismo caro.

Lo que me preocupaba era otra cosa. Algo mucho más pequeño y mucho más grande a la vez.

Estábamos colgados de un hilo.

Y ese hilo, fino como un cabello mojado, era lo único que mantenía a Rosa a salvo.

Porque ahora no podía escapar de la isla. No podía subirse a una lancha, ni a un ferry, ni a un maldito kayak. Estábamos atrapados en un territorio que no conocíamos, rodeados de policías que no sabían quiénes éramos realmente, y con un cadáver —o dos— hundiéndose en el fondo del mar.

El coche de Adrián. Eso era lo que buscaban.

Pero yo sabía algo que ellos no sabían. Algo que me quemaba por dentro como un hierro al rojo.

Miguel también estaba allí abajo. Y al fondo del mar lo había mandado yo.

Me pasé una mano por la cara, intentando apartar el pensamiento, pero no se iba. No se iba nunca.

La investigación podía llegar a cualquier parte. Podían encontrar el coche. Podían encontrar el cuerpo. Podían encontrar… lo que quedaba de Miguel. Podían unir puntos que Rosa y yo llevábamos días intentando borrar.

Y entonces, ¿qué?

¿A quién iban a creer? ¿A dos turistas nerviosos con historias inconsistentes? ¿A una mujer que se golpeó la cabeza contra un barco para fabricar una coartada? ¿A un hombre que no puede dormir desde que sintió el crujido del cuello de otro bajo sus manos?

Respiré hondo. El aire de la ambulancia olía a desinfectante y a humedad. A verdad inminente.

No lamentaba el crucero. Lamentaba que Rosa estuviera atrapada aquí conmigo. Lamentaba que no pudiera huir, que no pudiera ponerse a salvo, que no pudiera volver a casa con su hija, con su vida, con su mundo intacto.

Lamentaba que, por mi culpa, estuviera ahora en una camilla, con una venda en la frente, esperando que la metieran en una máquina que haría ruido como si triturara huesos.

Un paramédico avisó al comisario de que estaban listos para trasladarnos al hospital. Todo era correcto. Educado. Profesional. Pero estábamos detenidos sin estarlo, atrapados en una pausa legal que no sabíamos cuánto iba a durar.

Otra vez al maravilloso hospital de la isla.

Cuando entramos —esta vez con mi mujer en la camilla y yo como acompañante—, Rosa apoyó la cabeza en mi hombro.

—¿Crees que está muerto? —susurró.

No respondí enseguida.

Pensé en Adrián conduciendo como un animal herido. Pensé en la curva. En la barrera rota. En el mar esperando abajo, paciente, definitivo.

—No lo sé —dije al fin—. Y eso es lo que más miedo me da.

Ella asintió. Sabía exactamente a qué me refería.

Si estaba muerto, el vídeo podía haber muerto con él… o no. Si estaba vivo, volvería. Antes o después. Y si no encontraban el cuerpo, quedaríamos atrapados en una historia sin cierre, en una sospecha permanente.




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