Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 39. Lisa preocupada

Daniel

Solo ver el nombre de mi hija en la pantalla me activó ese reflejo automático de padre culpable: coger antes de pensar. Y eso fue exactamente lo que hice.
Acepté la videollamada sin procesar nada.

—¡Papá! —la cara de Lisa apareció en la pantalla, demasiado despierta, demasiado alerta—. ¿Dónde estáis? ¿Por qué veo… todo blanco?

Miré la pantalla. Luego miré alrededor. Y entendí mi error.

Paredes blancas. Luz blanca. Cortina blanca. Un médico con bata blanca pasando por detrás.

Perfecto. Maravilloso. El bingo del hospital en alta definición.

¿Cómo demonios le explico esto?, pensé.

—Eh… —dije, acercando el móvil como si eso ayudara—. Hola, cariño.

—¿Estáis en… una clase de yoga? —preguntó Lisa, con esa mezcla suya de humor y sospecha—. Mamá dijo algo de yoga. ¿También te apuntaste tú?

Parpadeé. ¿Yoga? ¿En serio?

—¿Yoga? —repetí, como un idiota.

—Sí. Yoga. Zona de bienestar. Respiración. Paz interior —enumeró ella—. ¿Estás respirando ahora mismo, papá?

Miré a un monitor que pitaba con ritmo irregular. Respiración, sí. Paz interior, cero.

—Estoy… respirando, sí —respondí—. Bastante.

Lisa frunció el ceño.

—¿Y por qué no se oye música relajante? ¿Ni gente? ¿Ni nada?

Justo en ese momento, alguien gritó al fondo del pasillo:

—¡Necesitamos una camilla aquí!

Lisa abrió los ojos como platos. Yo también. Estaba pillado. Pilladísimo.

—Eso… —dije, soltando lo primero que se me ocurrió—. Eso es… el instructor. Muy intenso. Estamos otra vez con el simulacro de salvavidas.

—Papá —Lisa ladeó la cabeza—. ¿En yoga?

—Sí, cariño —mentí con la convicción de un niño escondiendo un jarrón roto.

Y antes de que pudiera hacerme otra pregunta, tomé la mejor decisión posible… y la peor.

Colgué.

La imagen de Lisa desapareció y, por un instante, el silencio en mi cabeza fue absoluto. Me quedé mirando el móvil como si acabara de cometer un crimen tecnológico.

—Mierda —susurré.

No pasaron ni diez segundos antes de que la culpa me cayera encima como un saco de cemento.

Está embarazada. No puedes dejarla así. No puedes asustarla. Va a imaginar lo peor. Podrías complicar su estado. No seas idiota. Llámala ahora mismo.

Mi conciencia gritaba como un entrenador de boxeo histérico.

Respiré hondo… y devolví la llamada. Esta vez, sin cámara.

—Papá —la voz de Lisa sonó inmediata, herida, alerta—. ¿Por qué colgaste?

—Se estropeó la cámara —dije—. Se cayó el teléfono. Ya sabes que soy muy torpe con cosas pequeñas.

—¿Se cayó… desde dónde?

Y ahí me quedé, con el móvil en la mano, intentando inventar una mentira que no sonara a mentira, mientras el hospital seguía respirando a mi alrededor con ese ritmo frío y mecánico que siempre anuncia que algo está a punto de complicarse.

—¿Se cayó… desde dónde? —repitió Lisa.

Su tono ya no era curioso. Era quirúrgico. Ese tono que solo usan los hijos cuando huelen una mentira y van a por ella como un sabueso.

Me pasé la mano por la frente, aunque ella no podía verme.

—Desde… —improvisé— …una mesa. Una mesa baja. Muy baja.

—¿Una mesa baja? —repitió despacio, como si saboreara cada sílaba—. ¿En una clase de yoga?

Mierda.

—Sí —dije, intentando sonar natural—. Ya sabes, esas mesas donde ponen… incienso. Y… velas. Y… cosas zen.

Hubo un silencio. Uno de esos silencios que no son silencio, sino juicio puro.

—Papá —dijo al fin—. ¿Estás seguro de que estás en yoga?

—Claro —mentí—. ¿Dónde más iba a estar?

—No lo sé —respondió ella—. Pero no suena a yoga. Suena a… hospital.

El corazón me dio un vuelco. No porque me hubiera descubierto, sino porque la escuché respirar más rápido. Y eso, en su estado, era lo último que quería.

—Por cierto —añadió—, ¿cómo estás hablando por este teléfono? Mamá dijo que lo perdiste en el mar.

—¿Cómo que lo perdí? Entonces, ¿por qué llamas?

—Papá, ¿qué está pasando? ¿Te enfermaste y estás en un hospital? —preguntó con seriedad.

—Lisa, cariño, no te preocupes —intenté suavizar la voz—. Todo está bien.

—Dime ahora mismo qué te pasó. ¿Por qué estás en un hospital?

—No me pasó nada, cariño. Estoy muy bien —intenté sonar convincente.

—¿Dónde está mamá? —preguntó, sin rodeos.

Ahí estaba. La pregunta que no quería oír.

—Porque… —busqué una excusa que no sonara a excusa— …está ocupada.

—¿Ocupada en qué? —preguntó, afilando la voz—. ¿Está hablando con el médico?

—No… —tragué saliva—. ¿Por qué iba a hablar con un médico?

—Papá —dijo Lisa, y esta vez no había humor, ni paciencia, ni indulgencia—. ¿Qué está pasando?

Me quedé mirando el suelo del pasillo. Las baldosas grises. La línea amarilla que marcaba la zona de urgencias. El carrito de medicación mal aparcado.

No puedo decirle la verdad, pero tampoco puedo seguir mintiendo así.

—Lisa… —empecé—. No inventes cosas. Estamos pasando bien. Ayer estuvimos en una fiesta, ya sabes…

—No me cambies de tema —me cortó—. ¿Dónde está mamá?

—En una… sala —dije.

—¿Qué sala?

—Una sala… especial.

—¿Especial cómo?

Respiré hondo.

—Sí —admití al fin—. Le están haciendo una resonancia.

Escuché cómo inhalaba bruscamente.

—¿Por qué?

—Porque se golpeó la cabeza —respondí—. Pero está bien. Solo es por protocolo.

—¿Se golpeó cómo?

—Fue un accidente. Nada grave.

—¿Y tú? —preguntó de repente—. ¿Estás bien?

Esa pregunta me desarmó.

—Papá… si me estás mintiendo, lo sabré.

—No te estoy mintiendo —dije, con la verdad que podía permitirme—. Solo… no quiero preocuparte.

—Ya estoy preocupada —respondió—. Así que mejor dime la verdad.

En ese instante, detrás de mí, escuché una voz conocida:

—Dámelo.

Me giré. Rosa estaba allí, todavía con la bata del hospital, el pelo revuelto por la resonancia, el parche en la frente… y esa expresión suya que mezcla cansancio, inteligencia y autoridad.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.