Luna de Miel sin Novio

Capítulo 1 El altar vacío

Las flores blancas colgaban del arco como si fueran pequeñas nubes domesticadas puestas con delicadeza y elegancia. Había jazmines, rosas, lirios; un derroche de perfume que se mezclaba con el olor a incienso y al ligero calor de media mañana.

Todo estaba preparado con tal precisión que se podía decir que alcanzaba la perfección: las cintas de seda en los bancos, el camino alfombrado de pétalos blancos, el violinista junto al pianista iniciando a tocar Canon in D de Pachelbel con suavidad al inicio y aumentando el volumen poco a poco. Era, al menos en apariencia, la boda de ensueño de cualquier mujer.

Aquella escenografía la contemplaba Lucía desde afuera. Estaba de pie frente a la puerta de cristal de la entrada principal de la Iglesia Colonial Las Mercedes.

El vestido que tanto había soñado parecía sacado de un cuento de hadas: corte princesa, pero con un toque moderno, ajustado en la cintura, la falda era amplia y caía en ondas suaves. Los zapatos plateados le pellizcaban un poco el dedo meñique, pero ella los aguantaba con dignidad porque este día era especial y lo valía. El velo, una delicadeza de encaje heredado por su abuela, le enmarcaba el rostro y le daba un aire de inocencia y delicadeza. Era el tipo de novia que las revistas fotografiarían con deleite.

Sin embargo, una sombra extraña se percibía en su rostro, en esa postal perfecta faltaba un elemento fundamental: el novio.

Lucía parpadeó, era incapaz de ignorar la incomodidad que se esparcía como una ola silenciosa entre los invitados. Al principio, todo había parecido un simple retraso. Cosas normales como el tráfico de la hora pico, un botón de camisa descosido que hubo que ajustar, los nervios clásicos. Incluso su tía Mercedes murmuró con autoridad:

—Seguro está en el baño, ya saben cómo se ponen los hombres.

El problema era que habían pasado quince minutos. Luego veinte. Y los murmullos crecían como enjambre en plena colmena.

Lo normal era que la novia llegara tarde. De hecho, Lucía había llegado diez minutos después de lo acordado para cumplir con la tradición, aunque su vena de organizadora de eventos casi la obligó a llegar puntual con cronómetro en mano. Pero el novio… al novio no se le permitía retraso. Eso era una ofensa contra el manual de protocolo no escrito de todas las bodas.

Lucía trató de mantener la sonrisa, esa sonrisa que se pega como una calcomanía barata cuando en realidad lo que quieres es gritar.

Su prima Leticia, madrina de honor y autoproclamada experta en contención de crisis, se inclinó a su lado una vez más y le susurró:

—Seguro ya está por llegar. No te preocupes, sólo respira.

Respirar, claro. Como si fuera tan sencillo cuando sentías que tu vida completa podía explotar frente a doscientos testigos.

—Lo mejor es que entremos y te sientes— insistió Leticia—. El sol es muy fuerte aquí afuera y arruinará tu maquillaje. ¿No querrás verte fea justo cuando él llegue?

Lucía apretó el bouquet de rosas blancas con tanta fuerza que casi lo deshoja. Estaba perdiendo la batalla contra el ataque de ansiedad que estaba a punto de darle. «Este no es mi sueño, es mi pesadilla logística», pensó. Para ella, organizadora de eventos, nada era más humillante que el atraso injustificado. Ni siquiera el plantón… bueno, tal vez sí.

La puerta de la iglesia se abrió y los invitados voltearon como si esperaran la entrada triunfal. Pero no era Daniel. Era el monaguillo, que salió corriendo al baño con cara de urgencia. Una exhalación de decepción se escuchó en algunos.

«Si lanzo el ramo a las 2:05 p.m. y nos despedimos a las 2:25 p.m. podemos llegar a tiempo para abordar».

—¿Lucía? —repitió Leticia tocándole el hombro con evidente preocupación.

—Claro, lo peor de que iniciemos tarde, es que se me corra el maquillaje.

Al abrir la puerta, varios invitados miraron hacia atrás y Lucía no pudo evitar encontrarse con la mirada de su madre y sentir el dedo acusador de no estar haciendo lo tradicionalmente correcto. Suspiró y se sentó en uno de los bancos de atrás balbuceando la conversación que tendría con Daniel.

Los músicos seguían estirando las notas como si creyeran que Pachelbel había compuesto un loop infinito. El sacerdote carraspeó fuerte, como quien dice «yo también tengo vida, señores». Los abanicos de tela de las damas se movían con la intensidad de hélices de helicóptero, intentando disimular el sudor y la tensión que sentían. Lucía sintió cómo las miradas se le clavaban como alfileres: compasión en unas, morbo en otras, y un evidente brillo de «tendré tema para el café del lunes» en muchas más.

Entonces apareció el padrino del novio por una de las puertas laterales. Estaba pálido como una hoja y Lucía se puso de pie de golpe y caminó por el pasillo a toda prisa presintiendo lo peor. Enrique se dirigió hacia ella, los pasos torpes, la mirada clavada en el suelo. Se encontraron justo en el centro de la iglesia. La música se detuvo. Hubo un silencio sepulcral y todos los ojos y oídos estaban puestos en ellos. El aire se cortó. Lucía miró a Enrique y supo antes de que hablara, que nada bueno saldría de esa boca.

—Lucía… —empezó, con voz temblorosa como si no deseara que alguien lo librara de la posición en la que estaba—. Él… eh… lo siento mucho. Daniel no va a venir.




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