Luna de Miel sin Novio

Capítulo 3 Llegada al Resort

Horas más tarde, el avión posó sus ruedas en tierra firme. El aire caliente y salado la envolvió apenas puso un pie fuera del aeropuerto. El aire olía a mar, a coco, a promesa de descanso. El sol era tan intenso que ni las enormes gafas oscuras lograban protegerla. Lucía se abanicó con el pasaporte, arrastrando su maleta como quien arrastra los restos de una dignidad hecha pedazos.

Frente a la salida, un chofer sostenía un cartel enorme con letras cursivas:

«¡Bienvenidos, esposos Hernández!».

Lucía se quedó mirando el letrero con una sonrisa nerviosa. Ella tragó saliva. Y pensó:

«Por supuesto, esposos Hernández… Aquí empieza la farsa».

Lucía hizo un gesto con su mano para indicarle que era a quien buscaba. Además, se percató que el chofer llevaba en la otra mano un collar de flores y bajo las letras de bienvenida una frase que decía «Recién Casados — Amor Eterno».

—¿Ehhh… esposos Hernández? —preguntó el hombre, entusiasmado.

—Sí, los mismísimos. Yo soy la parte responsable —respondió Lucía con una sonrisa tensa.

El chofer, un hombre de sonrisa profesional, la saludó con entusiasmo.

—¡Bienvenida, señora Hernández! ¡Muchas felicidades! —dijo él, colocándole el collar de flores—. Que su unión dure para siempre.

—Eso espero… —«conmigo misma», pensó.

—El señor ya la espera en el resort o… ¿vienen juntos?

Lucía pestañeó, luego soltó una risa nerviosa.

—Ah… no, él… llegará más tarde. Asunto urgente. De… negocios.

El chofer asintió sin cuestionar.

—Los hombres y sus negocios —dijo, cargando su maleta con gesto comprensivo.

Lucía se hundió en el asiento trasero del vehículo mientras el paisaje cambiaba: palmeras altísimas, playas con arena blanca y un mar color turquesa que parecía de catálogo. Todo era tan perfecto que dolía, pues lo único roto y fuera de lugar era ella.

Por la ventanilla veía parejas tomándose selfies, besándose en el muelle, compartiendo cocos con pajillas dobles. Lucía, en cambio, tenía una botella de agua tibia y un rímel seco que se resistía a morir en sus pestañas.

Respira, Lucía. Finge normalidad. Eres una turista feliz. Una mujer plena. Una… viuda prematura del amor. Estás aquí para ahogar en el agua salada las penas y el dolor.

El auto se detuvo frente al resort: una estructura de madera y piedra que parecía sacada de una postal o, peor aún, de una fantasía romántica que ella ya no quería ver ni en sueños. Las columnas estaban envueltas en enredaderas con flores fucsias que parecían demasiado perfectas para ser reales —y probablemente no lo eran—, y en el techo, unas palmeras inclinadas se mecían con un dramatismo digno de una película cursi de los noventa protagonizada por Julia Roberts.

Lucía bajó del vehículo, se miró a sí misma y pensó que tal vez debió colocarse el vestido blanco de lino que había elegido «para el viaje de su vida» y no la camiseta y pantalones cortos que llevaba. Una ráfaga cálida de aire marino le revolvió el cabello y le trajo un perfume dulzón que no tardó en identificar: coco, vainilla… y algo más, un toque floral que olía a promesa de luna de miel y a recuerdos que ojalá no existieran.

Al entrar al lobby, el golpe de aire acondicionado la envolvió como un abrazo hipócrita. El lugar era inmenso, abierto y luminoso, con techos altos de caña tejida y lámparas colgantes hechas de conchas. En el fondo, una cascada artificial murmuraba con insistencia, como si quisiera convencerla de que allí reinaba la paz absoluta. Pero la paz, Lucía lo sabía, era una estafa disfrazada de paraíso tropical.

El suelo brillaba con baldosas de piedra pulida que reflejaban la luz dorada del atardecer. A su alrededor, había parejas felices tomadas de la mano, que sonreían a las cámaras y bebían cócteles de color turquesa servidos en cocos tallados. Uno de los botones pasó junto a ella empujando un carrito con toallas enrolladas en forma de cisnes entrelazados.

Lucía casi rodó los ojos hasta el techo.

—Claro, cisnes enamorados. Porque todo en este lugar parece gritar: «¡Mira qué sola estás!» —murmuró.

El mostrador de recepción era un bloque de madera tropical, pulido hasta el exceso, detrás del cual sonreía una joven morena de dientes tan blancos que podrían haber iluminado la isla si se iba la luz con hermosos risos oscuros. Y justo encima del mostrador, el golpe de realidad: un cartel luminoso de color rosa coral que decía, con una tipografía ridículamente cursiva:

«¡Bienvenidos al Paraíso del Amor! Donde cada momento es una historia romántica»

Lucía sintió cómo el alma se le despegaba del cuerpo.

—Genial —susurró—. ¿En qué estaba pensando cuando decidí que era buena idea venir al infierno del amor eterno?

A su izquierda, un arco de flores daba paso al bar principal, donde sonaba una balada lenta interpretada por un guitarrista con más sentimiento que ritmo. Las paredes estaban decoradas con fotografías de parejas sonrientes: besos en la playa, abrazos bajo la luna, miradas empalagosas a la luz de las velas. Cada imagen parecía mirarla con una condescendencia insoportable que aguijoneaban su corazón.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.