Lucía pasó más de media hora bajo la ducha, dejando que el agua caliente golpeara su espalda como si pudiera borrar los últimos dos días de su vida. El vapor empañaba el espejo, la piel, y, sobre todo, la mente. ¿En qué momento exacto su vida había empezado a parecer una comedia de enredos?
Había llegado al resort apenas unas horas antes con el plan más triste y absurdo del mundo: disfrutar sola de una luna de miel que nunca iba a tener. Y ahora, por un accidente de reservas y la aparición inoportuna (o quizás oportuna) de un fotógrafo con sonrisa de villano encantador que odia el amor romántico, tenía un marido postizo, un contrato emocional improvisado y una reputación que pendía de una mentira tan frágil como su orgullo.
Cerró los ojos, inclinando la cabeza bajo el chorro de agua. El sonido constante era un murmullo hipnotizante, pero su mente no dejaba de moverse. Volvía una y otra vez al mismo punto, a esa escena en cámara lenta en el centro del pasillo de la Iglesia de Las Mercedes. El murmullo incómodo de los invitados. El aire pesado, lleno de perfumes caros y expectativas rotas. El silencio que cayó cuando Enrique apareció y dijo esas palabras que la atravesaron como una daga: «Daniel no vendrá».
Aún podía sentir el temblor en las manos, las palpitaciones de su corazón, la sensación del vestido apretándole el pecho, como si el corsé la castigara por haber creído demasiado en promesas de amor eterno. Las sensaciones vividas eran demasiado recientes para olvidarlas.
Su madre le había enseñado a mantener la compostura, a no hacer el ridículo, a sonreír incluso cuando la vida se desmoronaba… pero ¿cómo se fingía dignidad cuando te abandonaban frente a toda tu familia y media iglesia llena de flores que ya no significaban nada?
El agua seguía corriendo, tibia, casi como el abrazo materno. Lucía se apoyó en la pared fría de la ducha. Ni siquiera había tenido tiempo de asimilar que seguía sin saber por qué. Ningún mensaje. Ninguna llamada. Nada. Sólo un vacío brutal donde antes había habido promesas, planes y un apartamento en común a medio amueblar. El silencio de él, ese silencio cobarde y definitivo, le pesaba más que la humillación pública.
Porque la humillación al menos se puede contar como anécdota, pero la ausencia… esa se queda clavada en lo más profundo.
Se enjugó la cara, resoplando.
—Perfecto, Lucía. Una novia fugitiva que ahora tiene un esposo improvisado. Bravo, haces muy bien la tarea de complicarte la vida. En vez de estar sentada en tu sillón, llorando y comiendo helado de fresa —murmuró, su voz ahogada entre las gotas.
No sabía si reír o llorar. Su vida se había convertido en una parodia involuntaria del amor: una boda sin novio, una luna de miel sin pareja, y ahora un extraño que fingía ser su marido para salvarla del bochorno turístico. Era tan ridículo que casi daba risa… si no doliera tanto.
Se quedó unos segundos en silencio, observando cómo el agua se llevaba restos de jabón, maquillaje y, con suerte, algo de la vergüenza y la locura. Quizás el problema era ese: que todo el mundo le había dicho cómo debía vivir, amar, casarse. Pero nadie le había enseñado cómo sobrevivir al después y ahora debía aprenderlo a la mala.
Tomó la bata de baño y se miró en el espejo empañado. Su reflejo era el de una mujer que había envejecido una década en menos de veinticuatro horas. El rímel había desaparecido, pero quedaban rastros de su antigua versión: la que aún creía que las cosas podían salir bien si una lo intentaba lo suficiente. Se secó el rostro, respiró hondo y se obligó a sonreír. Era una sonrisa torpe, torcida, pero era suya.
—No vas a romperte —se dijo al espejo—. No todavía.
Y con ese pequeño acto de autoengaño, abrió la puerta del baño. El mundo allá afuera seguía siendo un cliché tropical lleno de parejas felices y canciones melosas, pero al menos ahora tenía un papel que interpretar: el de la esposa falsa más convincente del Caribe. Y si la vida quería convertirla en una comedia romántica, ella al menos decidiría cómo escribir los diálogos.
—Te tardaste una eternidad—. La sacó su esposo falso de sus pensamientos mientras pasaba por su lado en dirección al baño. Ella lo ignoró.
Damián se duchó y Lucía aún seguía con la bata de baño. Se acababa de secar el cabello y se estaba maquillando. Él puso los ojos en blanco al verla con una expresión de «¡Mujeres!». Acto seguido, descolgó la ropa que había seleccionado y volvió a meterse al baño para vestirse.
En pocos minutos, apareció en el umbral con camisa blanca, pantalón beige y ese aire relajado que parecía venir de fábrica. Carraspeó y dio una vuelta sobre sus pies para llamar la atención de ella.
—No puedes negar que te gastas un esposo atractivo.
—Uju —contestó abriendo la boca para colocarse un poco de labial.
Sintiéndose ignorado, Damián tomó su laptop y salió a la terraza a continuar su trabajo mientras ella terminaba de arreglarse. Pero no se dio cuenta que ella sí lo observó y le agradó a la vista cómo se veía.
Después de un largo rato, Lucía se miró una última vez en el espejo: vestido azul, cabello suelto, sonrisa ensayada. Parecía tranquila. Por dentro, era una olla de presión.
—Wow —dijo, Damián sin disimulo—. Si esto fuera un matrimonio real, diría que me saqué la lotería.
Lucía rodó los ojos.
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comedia romantica, del odio al amor, contrato matrimonial con condiciones
Editado: 06.11.2025