Luna de Miel sin Novio

Capítulo 7 La Cena de Bienvenida

El restaurante principal del resort parecía sacado de una postal cuidadosamente editada.
Estaba ubicado en una gran terraza abierta, frente al mar, con columnas de madera oscura envueltas en guirnaldas de flores tropicales y pequeñas luces que titilaban como luciérnagas domesticadas.

En el centro, un grupo de músicos tocaba boleros suaves con guitarras y tambores, mientras una brisa cálida movía las cortinas de lino blanco que colgaban del techo.
Cada mesa tenía una vela encendida dentro de una concha marina tallada y pétalos de buganvilias dispersos como si el romance fuera algo que se pudiera poner por decoración.

Las parejas de casados reían, se susurraban cosas al oído y levantaban copas de vino espumoso con una sincronía irritante. Lucía los observaba con una sonrisa tensa que no llegaba a los ojos y la hacía ver como un robot. Cada carcajada ajena le pinchaba el pecho como una burla. Todo era tan romántico, tan perfectamente empalagoso, que parecía un castigo. El aire olía a flores, a vino… y a ironía pura.

En una esquina, un chef flameaba mariscos frente a los comensales, provocando exclamaciones de asombro y aplausos. Un camarero pasaba ofreciendo bandejas con cócteles rosados decorados con trozos de piña y sombrillitas de papel.
Hasta el hielo parecía tener forma de corazón. Lucía parpadeó incrédula.

«Si el paraíso tuviera diabetes, seguro sería por culpa de este lugar», pensó, apretando los labios para no reír.

El anfitrión, un hombre bronceado con una sonrisa de catálogo turístico, los recibió con entusiasmo desbordante.

—¡Señor y señora Hernández! —anunció, como si estuviera presentando a los ganadores de un concurso de baile—. ¡Bienvenidos a la cena de bienvenida de parejas!

Lucía tragó saliva, forzando una sonrisa.

—Gracias —logró decir, con esa voz que uno usa cuando se lanza al vacío sin paracaídas.

A su lado, Damián, demasiado relajado para la ocasión, asintió cortésmente, con una media sonrisa que ella ya empezaba a odiar. La mirada traviesa de él parecía decir «disfruta el espectáculo».

Damián, encantador como siempre, añadió:

—Mi esposa no deja de hablar del resort. Dice que es aún más hermoso que en las fotos.

El anfitrión se iluminó.

—¡Qué lindo escuchar eso! Nos entusiasma que disfruten el lugar. Amarán las actividades en pareja.

Lucía le lanzó una mirada asesina, pero sonrió por obligación.

El anfitrión los condujo a su mesa. Caminaron entre mesas, rodeados de miradas curiosas. La mesa de ellos era una de las más cercanas al escenario.

El mantel era blanco, las copas brillaban bajo la luz de las velas, y sobre los platos descansaban servilletas dobladas en forma de cisne. Lucía los miró y pensó que uno de ellos estaba a punto de representar perfectamente su relación: una forma bonita, vacía y sin alma.

Mientras se sentaban, la música cambió a un bolero aún más lento. Una pareja comenzó a bailar cerca, sus sombras moviéndose al ritmo de las velas. Lucía suspiró, mirando al mar al fondo, donde el horizonte todavía conservaba un azul profundo, con reflejos blancos que presagiaban la luz de la luna. Todo parecía hermoso. Demasiado hermoso para una mujer que aún tenía el peso de lo sucedido esa mañana en el corazón. ¿Cuánto tiempo le duraría la resistencia antes de desplomarse?

Una pareja mayor los saludó amablemente.

—¿Cuánto tiempo de casados? —preguntó la mujer.

Lucía abrió la boca para responder, pero Damián se adelantó.

—Tres años.

—¡Tres años! Qué maravilla —respondió la mujer, entusiasmada.

Lucía lo pateó por debajo de la mesa y dijo:

—Querrás decir de conocernos, amor.

—Tienes razón, amor. Estoy tan enamorado, que parece que eres mi esposa desde que te conocí.

A la mujer se le iluminaron los ojos con la respuesta de Damián.

—¿Y cómo se conocieron?

Lucía lo fulminó con los ojos.

—En… un vuelo —improvisó él, sonriendo—. Ella me odiaba.

—Aún lo hago —añadió Lucía entre dientes.

La pareja rió, encantada.

—Ah, el amor verdadero siempre empieza con un poco de odio —dijo la señora, nostálgica.

Lucía forzó una carcajada.

—Sí, una historia digna de… terapia.

Damián la miró divertido, disfrutando cada segundo de su incomodidad.

Cuando por fin la pareja se distrajo con otras personas, ella se inclinó hacia él.

—Si sigues inventando estupideces, juro que te ahogo en el vino tinto.

—Relájate, esposa. Te estás tomando demasiado en serio tu personaje.

—¡Mi personaje eres tú!

—Perfecto, entonces estamos sincronizados.

Lucía lo miró con incredulidad.

—Eres imposible.

—Y tú adorable cuando te enojas.




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