Cuando terminó la cena, Lucía, un poco más ligera —culpa del vino o del extraño alivio de haber sobrevivido a la noche—, invitó a Damián a caminar por la playa antes de regresar a la cabaña.
—Sólo un rato —dijo, como si tuviera que justificar el impulso—. Necesito aire… y menos corazones inflables en mi campo visual.
Él asintió con una sonrisa y la siguió.
La brisa nocturna tenía ese olor dulce a sal y coco que sólo existe en los lugares donde nadie tiene problemas. Las olas lamían la orilla con pereza, y la arena húmeda brillaba bajo la luz de la luna. Era como si todo el mar estuviera respirando despacio, sin urgencias.
Lucía se abrazó los brazos, más por costumbre que por frío. Damián caminaba a su lado en silencio, las manos en los bolsillos, sin intentar llenar los vacíos con palabras. Y eso, curiosamente, la tranquilizaba.
—Gracias… por hoy —dijo ella al fin, bajito, mirando el reflejo de la luna en el agua—. Por no dejarme hundirme en el ridículo… más de lo necesario.
Damián giró la cabeza para mirarla.
—¿Lo dices en serio o estás fingiendo otra vez?
Lucía sonrió sin mirarlo.
—No lo arruines.
—Tranquila, esposa —contestó él, con una media sonrisa—. No pienso arruinarlo.
Caminaron otro tramo sin hablar. El sonido del mar los envolvía, y el silencio, lejos de ser incómodo, parecía una tregua. De pronto, Lucía se detuvo, lo miró y, sin pensarlo, le quitó la cámara del cuello.
—Te toca a ti estar frente al lente.
Damián arqueó una ceja.
—¿Ah, sí?
—Sí. —Apuntó hacia él con una sonrisa desafiante—. Sonríe, esposo.
El flash lo bañó en una luz blanca que duró menos de un segundo, pero fue suficiente para congelar algo invisible: la chispa de una mentira que, de pronto, parecía demasiado real.
Lucía bajó la cámara y miró la pantalla. Damián sonreía, con el mar de fondo y la luna colgando sobre su hombro. Una foto perfecta. Demasiado perfecta.
—¿Ves? —dijo él, acercándose un poco—. Estás jugando tu papel y ya parecemos una pareja feliz.
—Sí —susurró Lucía, sin despegar la vista de la imagen—. Lástima que sólo finjas ser feliz para una foto.
Él la observó un segundo más, con esa mezcla de ironía y ternura que empezaba a desarmarla.
—A veces, las mejores mentiras son las que nos dan un respiro. ¿No crees?
Lucía no respondió. Sólo levantó la mirada hacia el cielo estrellado y sintió que podía respirar sin que le doliera el pecho. Siguieron caminando juntos por la orilla, dejando huellas que el mar se apuraba en borrar tras ellos como si tratara de no dejar evidencia de que ellos pasaron por ahí.
Cuando la brisa sopló más fuerte, Lucía pensó, con una media sonrisa, que quizá no todo lo perdido estaba destinado a doler para siempre.
Lucía apenas recordaba cómo habían llegado hasta la cabaña. El vino seguía haciendo efecto en su cabeza, envolviendo su cuerpo con una tibieza engañosa. Se sentó en la cama aún con el vestido azul de la cena, los pies descalzos hundidos en la alfombra blanca, mientras Damián dejaba la cámara sobre la mesa y desabotonaba su camisa. Sus ojos curiosos no pudieron evitar echar un vistazo, pero una franela blanca le impidió la vista a su pecho.
El silencio de la habitación era distinto al de afuera. Era más denso, más cercano. El rumor del mar se colaba por las ventanas, acompañado con el ritmo de su propia respiración.
—Fue un buen día —dijo él, rompiendo la quietud y deteniendo el ritual de desabrochar cuando iba por el tercer botón.
Lucía sonrió, apenas. Estaba cansada, un dejo de tristeza echaba un pulso en su interior.
—Para ser un día falso, sí.
Él soltó una risa baja, cansada, y se dejó caer en la otra esquina de la cama.
—Creo que fingimos bastante bien, señora Hernández.
Lucía levantó la vista. El nombre la golpeó con una punzada seca. Hernández. El apellido de Daniel. El apellido que debería haber sido suyo desde esa mañana, el que estaba en los menús, impreso en las servilletas del banquete que no se dio, en las tarjetas de invitación de la boda, en los malditos recuerdos que alguna de sus tías debió haber guardado en una caja o que tal vez su prima Leticia ya les había prendido fuego. Hernández, ese apellido que su madre había practicado con orgullo durante semanas para presentarla como «mi hija, la señora Hernández».
Perdió el pulso. Sintió cómo la garganta se le cerraba, una presión caliente subía desde el pecho hasta los ojos. Intentó tragarla, pero el vino que había injerido ayudó a que la emoción subiera más rápido, sin filtros. Y entonces pasó. Una lágrima resbaló antes de que pudiera detenerla y un sollozo ahogado salió de su boca. Damián lo notó enseguida.
—Eh… —murmuró, quedándose inmóvil—. ¿Lucía?
Ella negó con la cabeza, apretando los labios.
—No digas nada. Por favor. —Intentó controlarse, sus palabras temblaban. Respiró profundo. No fue suficiente.
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Editado: 06.11.2025