El sol atravesaba con orgullo las cortinas blancas, como si el universo hubiera decidido iluminar justo lo que Lucía quería mantener en la penumbra: su vergüenza. Abrió un ojo, luego el otro. Lo primero que vio fue una camisa blanca arrugada. Lo segundo, un brazo masculino sobre su cintura.
Tardó tres segundos en procesarlo.
Uno, respiró.
Dos, recordó.
Tres… entró en pánico.
—¡Damián! —susurró—. ¡Damián, quita el brazo!
Él murmuró algo ininteligible, entre sueño y ronquidos, y sólo la apretó un poco más, como si el movimiento de ella fuera parte de un sueño agradable.
—¡Damián! —repitió, elevando la voz.
El hombre abrió un ojo, aún medio dormido, con el cabello hecho un desastre y una expresión que mezclaba desconcierto y humor.
—¿Siempre gritas así al despertar, esposa?
Lucía se apartó de golpe, enredándose con la sábana y cayendo al suelo con un ruido sordo.
—¡No me llames así! —protestó, levantándose con el orgullo maltrecho.
Damián se sentó en la cama, despeinándose aún más, con una sonrisa perezosa.
—Buenos días para ti también. ¿Estás bien?
Lucía buscó sus sandalias, su dignidad y alguna excusa coherente, pero no encontró nada de eso.
—Yo… anoche… no pasó nada, ¿verdad? —preguntó, dudando incluso de su propia voz.
—Depende de lo que consideres «nada» —respondió él, con una sonrisa que pedía una bofetada.
—¡Damián!
—Tranquila —dijo al fin, riendo—. No pasó nada. Lloraste, te dormiste y roncaste un poco. Muy romántico todo.
Lucía lo fulminó con la mirada.
—No ronco.
—Claro que no. El mar hacía olas, tú hacías coros.
Ella resopló y cruzó los brazos.
—No sé por qué te empeñas en hacerme enojar.
Él la miró con calma.
—Porque creo que te agrado más de lo que admites y me necesitas demasiado para echarme.
Lucía abrió la boca para responder, pero no supo qué decir. El comentario la desarmó por completo. Se giró hacia la ventana, donde el mar brillaba bajo el sol. El aire tenía olor a sal, a café recién hecho, y a esa clase de nuevos comienzos que uno no planea, pero que igual se cuelan.
—Voy a ducharme —dijo al fin, evitando su mirada.
—Sólo si quieres ducharte junto conmigo, de lo contrario, no pienso esperar una hora hasta que salgas. Ya compartimos la cama, la ducha no es problema.
Lucía rodó los ojos y con una mano hizo una señal de fastidio indicándole que pasara primero al baño. Tomó su celular, sintió miedo de abrir su WhatsApp pero era tiempo de por lo menos avisar a su familia que aún no se ahogaba en las aguas del mar Caribe.
Lucía activó el Wifi con un nudo en el estómago. La pantalla se iluminó con una avalancha de notificaciones: mensajes de su madre, de su prima Leticia, de amigos, de curiosos, del grupo familiar de WhatsApp que había sido rebautizado esa semana como «Boda Hernández–Andrade 💍✨» y al parecer nadie había tenido el sentido común de cambiarlo. El nombre la atravesó como una espina.
Suspiró y se dejó caer en el borde de la cama. El primer mensaje era de su madre:
Mamá: «Cariño, estoy preocupada, quiero saber cómo estás. Te he llamado muchas veces, me manda al buzón. Leticia dice que te fuiste. Llama cuando puedas».
Luego, los de Leticia:
Leti 💅: «¡Luci, dime que no hiciste una locura, por favor! Todos quieren saber algo, yo sólo digo que te fuiste a respirar un poco. ¿Dónde estás?»
Leti 💅: «Y, por cierto, el tío Manuel ya anda diciendo que te advirtió muchas veces que los abogados no eran buenos esposos».
Lucía soltó una risa nerviosa. La familia siempre encontraba una teoría para todo, excepto para la verdad.
Leti 💅: «Luci, por favor. Contesta. Quiero saber que estás bien. Ya en el grupo familiar andan haciendo cadenas de oración por ti».
Abrió la cámara frontal, se vio el rostro hinchado y los ojos un poco rojos. «Perfecto, parezco un camarón deprimido», pensó. Se acomodó el cabello, respiró hondo y marcó a su madre.
—¿Lucía? —la voz sonó entre aliviada y herida—. ¡Gracias a Dios y a la virgencita!
—Mamá… estoy bien —mintió con un tono que ni ella creyó.
—¿Dónde estás? ¿Por qué no llamaste antes? Todo el mundo pregunta. Te fuiste y nos dejaste preocupados. ¿Has hablado con Daniel? ¿Por qué nos hizo eso? Le reclamé a sus padres, pero también están avergonzados de la actitud de su hijo.
—Mamá, basta…
—Lo siento, sabes que me pongo muy ansiosa… ¿Dónde estás, Lucía? ¿Por qué desapareciste?
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Editado: 06.11.2025