El silencio que siguió fue tan intenso que Kira escuchaba el sonido de su propio corazón.
Nadie se movía. Nadie hablaba.
Kael seguía frente a ella, como si el resto del mundo hubiera dejado de existir.
—¿Qué… has dicho? —preguntó Kira, retrocediendo un paso más.
Su voz temblaba, pero sus ojos no se apartaban de los de él.
Angelina intervino de inmediato.
—Kael, por favor… no ahora —le suplicó en voz baja.
El hombre giró la cabeza, apenas un segundo, con la mirada de quien lucha por contener algo mucho más grande que sí mismo.
—No puedo callarlo, Angie —dijo él con tono grave—. La he sentido. Es ella.
Kira frunció el ceño, confundida.
—¿Qué demonios estás diciendo? No te conozco.
El prometido de su hermana, que hasta ese momento se había mantenido en silencio, se acercó despacio.
—Kira, escucha… Kael no es como los demás.
—Eso ya lo noté —replicó ella con sarcasmo, intentando ocultar su nerviosismo.
Angelina la tomó de la mano.
—Hay cosas que no sabes, cosas que no entenderías aún.
—Pues explícamelas —exigió Kira—, porque en este momento me siento en medio de una locura.
Kael dio un paso hacia ella. No la tocó, pero el aire entre ambos vibró como si algo invisible los uniera.
—No estás loca —dijo con voz profunda—. Yo tampoco. Es el vínculo. Y no puedo ignorarlo más.
—¿Vínculo? —repitió Kira, incrédula—. ¿De qué estás hablando?
Angelina bajó la mirada.
—Kira, Kael… no es humano.
El corazón de Kira dio un vuelco.
—¿Qué?
—Es un alfa —susurró su hermana—. El líder de la manada.
Kira soltó una risa nerviosa.
—¿Una manada? ¿Me estás diciendo que es…?
Kael sostuvo su mirada.
—Un hombre lobo. Sí.
El mundo pareció detenerse.
Kira no supo si reír o gritar. Todo en ella quería negar lo que oía, pero una parte —la misma que había sentido aquel escalofrío al verlo— sabía que era verdad.
—Y dices que soy… ¿tu qué?
Kael dio un paso más, su voz era apenas un susurro.
—Mi luna. Mi compañera. La que el destino me negó durante siglos… hasta hoy.
Kira retrocedió hasta chocar con la pared.
—No —susurró—. Esto no puede ser real.
Pero en lo más profundo de su pecho, algo ardía.
Una chispa que no podía apagar.