El amanecer trajo un silencio distinto.
El aire del bosque era fresco, casi húmedo, y un tenue rayo de sol se colaba entre las cortinas.
Kira despertó con el cuerpo tenso, la mente revuelta. Había soñado con él. No con su rostro, sino con su voz.
Esa palabra… “mía”… seguía vibrando dentro de ella.
Bajó las escaleras con paso inseguro. La casa estaba vacía. Solo se oía el murmullo del viento entre los árboles.
En la cocina encontró una nota de su hermana:
“Salimos temprano. No te preocupes, volveremos al mediodía. —A.”
Suspiró. Agradeció el silencio.
O eso pensó, hasta que lo sintió.
No necesitó girarse para saber que estaba ahí.
—No deberías entrar sin avisar —dijo, sin mirarlo.
—No toqué la puerta —respondió Kael desde el marco—. Solo crucé el umbral.
Su voz era profunda, tranquila, pero cada palabra le erizaba la piel.
—¿Qué quieres? —preguntó ella.
—Que me escuches. Solo eso.
Kira se giró lentamente.
Él estaba ahí, con las manos a los lados, sin amenaza en su postura, pero con la fuerza contenida de un depredador que se sabe capaz de todo.
Sus ojos dorados la buscaron con suavidad.
—Ayer te asusté —admitió—. No era mi intención.
—Lo lograste igual —replicó Kira, cruzándose de brazos.
—No te pedí que creyeras en mí —continuó Kael—, pero no puedo fingir que no te siento.
Kira frunció el ceño.
—¿Sentirme?
—Sí —dijo él, acercándose apenas un paso—. Cada vez que estás cerca, puedo oír tu respiración, tu miedo, tu corazón.
Kira lo observó en silencio. Quiso enfadarse, gritarle, pero algo dentro de ella se movía al ritmo de sus palabras.
—Eso no significa nada —dijo con firmeza.
Kael sonrió con tristeza.
—Significa que el vínculo ya despertó. Que lo quieras o no, nuestras almas se reconocieron.
El aire se volvió más denso.
Kira tragó saliva.
—No puedes saber eso.
—Lo sé —respondió él—, porque llevo trescientos años esperándote.
La frase la golpeó como un trueno.
No había arrogancia en su voz, solo una verdad antigua, imposible de negar.
Kira dio un paso atrás, pero ya no sentía miedo.
Sentía el eco de algo que no entendía, algo que la envolvía como una promesa.
Kael bajó la mirada, con una calma contenida.
—No te apresuraré —dijo—. Pero no volveré a negar lo que eres para mí.
Y se marchó, dejándola sola con el corazón latiendo tan fuerte que parecía gritarle una sola cosa:
No huyas.