No planeaba quedarme en Callun.
Mi auto murió justo cuando la tormenta comenzó a caer como si el cielo quisiera borrar el camino detrás de mí. Había conducido durante horas, huyendo de algo que no sabía nombrar: una vida vacía, una culpa vieja, o tal vez de mí misma.
El mapa no mostraba nada más que un tramo gris entre montañas.
Y sin embargo, entre los árboles, apareció un letrero cubierto de musgo:
“Bienvenidos a Callun”.
El pueblo parecía detenido en otra época. Las casas de madera se inclinaban bajo la lluvia, las luces amarillentas titilaban entre la niebla, y un silencio pesado envolvía cada rincón.
Fue allí donde lo vi por primera vez.
Apoyado en una moto negra, bajo la lluvia, con el cabello pegado a la frente y los ojos más grises que el cielo. Su mirada no era curiosa, era cautelosa… como la de un depredador que reconoce a otro.
—¿Te perdiste? —preguntó. Su voz tenía ese tipo de calma que solo tienen los que han visto demasiadas tormentas.
—Solo busco un lugar donde pasar la noche —respondí.
—Aquí nadie se queda si no tiene a dónde ir —dijo, pero luego agregó con un suspiro—: hay una posada al final del camino. Pregunta por Mara.
Y se fue. Sin esperar respuesta.
El sonido de su moto se perdió entre los árboles y me dejó sola con el ruido del agua cayendo sobre la tierra. No supe por qué, pero algo en mí tembló. No de miedo, sino de una inquietud que rozaba lo inevitable.
En la posada, Mara me observó como si ya supiera por qué estaba allí.
—Los que llegan a Callun no siempre logran irse —murmuró mientras me daba la llave.
Esa noche escuché aullidos.
No eran de perros.
Y entre los árboles, creí ver su silueta… quieta, observando mi ventana.
Cuando me atreví a parpadear, ya no estaba.
Y así empezó todo.
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Editado: 04.11.2025