La lluvia había cesado, pero el aire de Callun seguía denso, como si el bosque respirara a través de cada casa. Me desperté con la sensación de no estar sola. En la ventana, el cristal empañado tenía algo dibujado: una huella, grande, con marcas de garras.
Bajé al comedor. Mara limpiaba vasos en silencio.
—Dormiste inquieta —dijo sin mirarme.
—Escuché ruidos afuera —le respondí.
Ella sonrió, sin sorpresa.
—Los bosques de Callun hablan cuando quieren que alguien los escuche.
Al salir, lo vi otra vez.
Arlo.
Con las manos manchadas de barro, una camisa abierta en el cuello y esa mirada que parecía capaz de leer lo que no me atrevía a decir.
—No deberías seguir aquí, Elena —dijo con voz grave.
—¿Y por qué no?
—Porque este pueblo no olvida a los forasteros.
Lo dijo con un tono que parecía una advertencia… o una promesa.
Mientras hablábamos, un grupo de hombres pasó cerca. Todos lo miraron con recelo, algunos con odio. Cuando se fueron, Arlo bajó la mirada.
—No escuches lo que digan de mí. No todo lo que oigas será mentira.
Antes de que pudiera responder, se alejó hacia el bosque.
Lo seguí con la mirada y lo vi desaparecer entre los pinos, donde el aire se volvía espeso, casi imposible de respirar.
Esa noche, los aullidos regresaron. Más cerca.
Y juro por todo lo que soy… que uno de ellos susurró mi nombre.
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Editado: 04.11.2025