El día amaneció gris, como si el sol se negara a tocar Callun.
Bajé a desayunar, pero Mara apenas me dirigió la palabra. Parecía tensa, sus ojos iban de la ventana a la puerta cada pocos segundos, como si esperara que algo entrara arrastrando la noche consigo.
Intenté fingir normalidad.
—¿Conoces a Arlo? —pregunté, con voz demasiado casual.
Su gesto cambió de inmediato.
—No deberías pronunciar ese nombre aquí —susurró—. Él pertenece a lo que no debe ser nombrado.
—¿Qué significa eso?
Mara se limitó a limpiar una taza que no lo necesitaba.
—En Callun, las historias son más viejas que la gente. Y hay nombres que la luna no perdona.
No obtuve más respuestas. Así que decidí buscarlas yo misma.
Salí del pueblo cuando el sol comenzaba a caer. El bosque me esperaba con esa calma mentirosa que precede a las tormentas. Caminé siguiendo el rumor del agua hasta llegar a un arroyo. Allí lo encontré.
O tal vez él me estaba esperando.
Arlo.
De pie sobre una roca, mirando su reflejo en el agua, con la camisa abierta y las manos manchadas de lo que parecía sangre.
Por un momento dudé en acercarme, pero él habló sin mirarme.
—No tenías que venir.
—Entonces no debiste salvarme anoche.
Giró apenas el rostro, y vi el brillo dorado otra vez en sus ojos.
—No siempre puedo controlarlo.
—¿Controlar qué? —pregunté, aunque ya lo sabía.
Su silencio fue más elocuente que cualquier respuesta.
El viento sopló fuerte, arrastrando hojas, y la temperatura bajó de golpe. Arlo se apartó del arroyo, se llevó una mano al pecho y respiró hondo, como si contuviera algo dentro de sí.
—Tienes que irte antes del anochecer —dijo entre dientes—. Cuando la luna salga, no seré el mismo.
—No pienso dejarte solo.
Él me miró con un dolor tan puro que me rompió.
—No entiendes, Elena. Ya me dejaste una vez.
Sentí el suelo moverse bajo mis pies.
—¿Qué dijiste?
Pero no respondió. Dio un paso hacia atrás, y en sus ojos había más pena que rabia.
—No recuerdas nada… ¿verdad?
Antes de poder hablar, un sonido desgarrador retumbó desde lo profundo del bosque. Un aullido, largo, estremecedor. Y entonces él se marchó corriendo, desapareciendo entre los árboles con una velocidad imposible.
Volví al pueblo con el corazón desbocado. Nadie estaba afuera. Las luces apagadas, las puertas cerradas.
Y en el aire… ese olor metálico otra vez.
Esa noche, el cielo se tiñó de rojo.
Desde mi ventana, vi sombras moverse sobre los tejados, figuras enormes y ágiles que se deslizaban como bestias.
Y en medio de todo, lo vi a él.
Sus ojos me buscaron entre la oscuridad, y por un instante, supe que la criatura que todos temían… era el hombre que me había salvado.
Y que la línea entre ambos ya no existía.
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Editado: 04.11.2025