Luna de Sangre: El Silencio de Arlo

Capítulo 8 – Bajo la piel del enemigo

El amanecer llegó sin luz.
Una neblina densa cubría el pueblo, y el aire olía a algo antiguo, metálico… peligroso.
Arlo había desaparecido antes del alba. Solo dejó un rastro de humedad y un papel arrugado sobre la mesa.
No salgas. Si escuchas su voz, no le respondas.

Pero las advertencias siempre llegan tarde.

Apenas unas horas después, sentí su presencia.
No fue un sonido, ni una sombra, sino algo más profundo… como si mi cuerpo lo reconociera antes que mi mente.

Me volví y allí estaba: Callun, apoyado en el umbral de la puerta, con una sonrisa que no era sonrisa, sino una herida disfrazada.
—Arlo siempre huye cuando la luna mengua —dijo suavemente—. Es su forma de esconder la culpa.

—No tienes derecho a hablar de él.
—¿Y tú sí? —preguntó mientras se acercaba, lento, como un depredador midiendo a su presa—. Lo conoces hace apenas unos días, y ya ardes por él.

Intenté retroceder, pero mi espalda chocó con la pared.
Callun no me tocó, pero su cercanía era suficiente para hacerme temblar.
—¿Sabes qué fue lo primero que pensé cuando te vi? —susurró.
—No quiero saberlo.
—Que los dioses tienen un humor cruel. Que me la devolvieron… con otro nombre y el mismo corazón.

Sus palabras me helaron.
—No soy ella.
—No —admitió—. Pero llevas su alma, y eso me basta.

Su mano se alzó, rozando apenas mi cuello. El contacto fue leve, pero el pulso me estalló.
—Dime, Elena… ¿él te habló de lo que hicimos? ¿De cómo se siente amar sabiendo que te van a destruir?

Lo empujé, furiosa.
—¡No te atrevas!

Callun rió, bajo y oscuro.
—Te pareces tanto a ella cuando te enfadas. Por eso la perdí. Por eso la maté.

Mis ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Qué dices?
Él me sostuvo la mirada, sin parpadear.
—Creí que podía salvarla de lo que somos. Pero no hay salvación para los nuestros, ni para quienes nos aman.

El silencio fue insoportable. Luego, su voz bajó a un susurro.
—Arlo no podrá protegerte, Elena. Porque el amor lo debilita. A mí, en cambio… me alimenta.

Cuando se alejó, la habitación olía a tormenta y a sangre.
Mis manos temblaban. No sabía si de miedo… o de lo que había despertado en mí.

Y cuando el viento golpeó la ventana, juraría que escuché su voz otra vez, desde el bosque:
“No le respondas…”

Pero ya era tarde.
Porque algo dentro de mí ya le había contestado.




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