El bosque estaba vivo.
Podía sentirlo respirar, retorcerse, mirar.
Arlo me empujó tras él, su cuerpo temblando con un calor salvaje, la piel a punto de romperse.
—Aléjate de mí, Elena —dijo con voz ronca.
—No voy a dejarte.
El crujido de las ramas anunció su llegada.
Callun emergió de entre la niebla, los ojos encendidos con una luz imposible.
—Siempre tan heroico, hermano. Siempre tan débil.
Arlo gruñó, bajo y amenazante.
—No te atrevas a tocarla.
—¿Tocarla? —Callun sonrió, dando un paso adelante—. Ya lo hice.
El rugido que escapó de Arlo no era humano. Su cuerpo se estremeció y cambió: huesos que crujían, músculos que se tensaban, piel que ardía bajo la luna invisible.
Callun hizo lo mismo, y en un instante, el bosque se llenó de sombras y colmillos.
Grité, pero el sonido se perdió entre los aullidos.
Ellos no eran hombres. Eran mitos hechos carne, dos fuerzas de la naturaleza chocando con una furia que no conocía límites.
Y en medio de ese caos, algo dentro de mí se encendió.
El aire vibró. El suelo tembló.
Cuando extendí la mano, la marca en mi cuello brilló con una luz blanca, pura… y los dos cayeron al suelo, como si el mundo los hubiera detenido.
Arlo me miró, jadeando.
—¿Qué hiciste?
—No lo sé…
Callun rió, herido pero vivo.
—Ahí está… el alma que destruyó imperios.
Y con esas palabras, desapareció entre los árboles.
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Editado: 21.11.2025