El amanecer llegó como una herida abierta.
El cielo, teñido de un gris enfermizo, parecía sangrar sobre los restos del bosque.
Callun había desaparecido antes de que despertara, pero dejó su olor en el aire: madera, hierro y algo más, algo que no era del todo humano.
Me levanté entre los restos calcinados, con los huesos entumecidos.
La marca en mi brazo seguía ardiendo, palpitando con una intensidad que me guiaba hacia el norte, como si algo —o alguien— tirara de mí desde las sombras.
Arlo.
Sabía que seguía ahí. No importaba lo que Callun dijera; lo sentía en el aire, en el temblor de mi piel.
Avancé entre los árboles muertos hasta llegar al límite del bosque.
Más allá, las montañas cerraban el horizonte como muros de piedra.
El viento soplaba con fuerza, trayendo consigo un eco que parecía un gemido.
Seguí caminando hasta encontrar las ruinas de una construcción antigua, oculta entre la maleza: un santuario.
Sobre la entrada, tallado en piedra, un símbolo de luna partida en dos.
Entré.
El aire era denso, húmedo, lleno de polvo y recuerdos.
Había velas apagadas, huesos dispersos, y manchas oscuras sobre el suelo.
En el centro, un altar cubierto por una capa de ceniza.
Cuando pasé los dedos sobre él, una voz resonó en mi mente:
“No debiste venir.”
Cerré los ojos, y el mundo giró.
Vi a Arlo, de pie frente al altar, con los ojos brillando en un tono plateado antinatural.
Su cuerpo estaba cubierto de marcas, como grietas encendidas.
—No eres real —murmuré.
—¿Y tú lo eres? —respondió su voz, áspera, como si cada palabra le doliera—. Todo lo que tocamos se pudre, Elena. Incluso nosotros.
Intenté acercarme, pero el suelo tembló.
Una sombra emergió de las paredes, envolviéndolo.
—Déjame ayudarte.
—Ya no puedes. —Su mirada era un abismo—. La luna me llamó, y respondí.
El vínculo se encendió como fuego líquido en mis venas.
Por un instante, lo sentí de nuevo.
Su calor. Su rabia. Su amor.
Y luego… nada.
Caí de rodillas, jadeando, mientras el altar se agrietaba.
La visión se desvaneció, dejándome sola en el santuario.
Pero el aire había cambiado.
Alguien más estaba allí.
Callun emergió de la oscuridad, con los ojos teñidos de un ámbar extraño.
Su voz sonó más profunda, más salvaje.
—No debiste seguirlo, Elena. Este lugar despierta lo peor de nosotros.
—Entonces quizás eso es lo que necesito.
—No sabes lo que dices. —Dio un paso hacia mí, y el aire se volvió más pesado—. Este santuario no guarda rezos, sino pecados.
Su mano tocó mi mejilla, y por un momento, vi algo en su mirada: miedo.
—¿Qué te está pasando, Callun?
Él sonrió con tristeza.
—Lo mismo que a ti. La luna nos está reclamando.
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Editado: 21.11.2025