El silencio que siguió fue casi insoportable.
Las paredes del santuario parecían respirar, goteando humedad y ecos de algo que no era del todo pasado.
Callun seguía arrodillado, con el pecho agitado, mientras yo observaba el humo donde Arlo había desaparecido.
No quedaba nada, ni un cuerpo, ni una sombra. Solo el aire impregnado de su olor.
Pero mi marca ardía, viva.
Eso significaba que él no se había ido del todo.
Lo sentía en alguna parte, atrapado entre los mundos.
—Su alma no se fue —susurré.
Callun levantó la mirada, su expresión mezcla de rabia y resignación.
—No debería haberse quedado. Nadie sobrevive a la ruptura del vínculo.
—Él sí —dije, casi con desafío—. Lo siento. Y tú también lo sientes, ¿verdad?
Callun se levantó lentamente, el fuego de la antorcha reflejándose en sus ojos dorados.
—Sí. Pero no deberías alegrarte. Eso significa que está atrapado aquí… entre nosotros.
—Entonces lo traeré de vuelta.
Él negó con la cabeza, dio un paso hacia mí.
—Sabes lo que eso requiere, ¿no?
—Dímelo.
Callun me observó durante un largo silencio, como si buscara el valor de decir lo que sabía.
—La unión de sangre. —Su voz tembló apenas—. Un ritual antiguo, prohibido incluso entre los nuestros.
—¿Qué hace?
—Combina los linajes. Si dos de distintas casas se unen… pueden abrir un camino hacia los que fueron condenados.
—¿Unirse cómo?
Callun se apartó, dándome la espalda.
—Con sangre. Y cuerpo.
Sentí que el aire se volvía espeso.
El significado era claro.
No era solo un ritual. Era una entrega total.
—¿Y funcionaría? —pregunté.
—Sí —susurró él—. Pero destruiría lo que quede de nosotros.
—No me importa. Si hay una posibilidad de traerlo de vuelta, la tomaré.
Callun se giró bruscamente, sus ojos ardiendo con algo entre furia y dolor.
—¿Aun sabiendo que me destruirías también?
—Tú elegiste quedarte. Yo solo estoy terminando lo que empezó la luna.
Nos quedamos mirándonos.
No había odio, ni deseo.
Solo la certeza amarga de que ambos estábamos encadenados al mismo destino.
Callun se acercó, con una lentitud que me heló.
Sus dedos rozaron mi rostro, trazando la marca que latía bajo mi piel.
—Si hacemos esto, ya no habrá regreso. Ni para ti, ni para mí.
—Entonces que así sea. —Le sostuve la mirada—. Si la luna nos quiere, que nos consuma a los dos.
Él asintió una sola vez.
Sacó su daga y la levantó entre nosotros.
El filo reflejaba la luz temblorosa del fuego.
—Sangre por amor, sangre por traición —recitó, casi en un susurro—. Que la luna decida cuál somos.
El corte fue breve.
Su sangre cayó sobre la mía, y el santuario comenzó a temblar.
Una voz, profunda y antigua, resonó desde las paredes:
“El precio será el alma.”
El fuego se apagó.
Y en la oscuridad, sentí el primer aliento de Arlo…
Frío como la muerte.
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Editado: 21.11.2025