Callun me llevó a las montañas al amanecer.
El viento era tan frío que dolía respirar, y cada paso se sentía como una lucha contra algo invisible que intentaba retenerme.
Mi cuerpo ardía por dentro.
La marca ya no brillaba, sino que pulsaba como un corazón ajeno, enviando oleadas de dolor y deseo a través de mis venas.
—Resiste —murmuró Callun, sosteniéndome cuando tropecé—. El amanecer corta el poder de la luna. Solo tenemos que llegar antes de que vuelva a alzarse.
Su voz sonaba distante, como si viniera de otro mundo.
Mi mente estaba llena de ecos.
De él.
“Déjalo. No lo necesitas.”
El susurro me envolvió, acariciando mis pensamientos con la dulzura del veneno.
Intenté ignorarlo, pero cada palabra suya despertaba algo en mí, una parte dormida que no quería volver a callar.
Era la misma fuerza que me había atraído hacia Arlo desde el primer momento: el fuego bajo la piel, el peligro disfrazado de ternura.
Callun me detuvo frente a una grieta en la roca.
De su interior emanaba un aire cálido, húmedo, cargado de un olor metálico.
—Aquí —dijo—. Este es el Paso del Alba. Los antiguos venían cuando querían purgar la sangre de la luna.
Me sujetó el rostro con ambas manos.
Sus dedos estaban helados, pero su toque me ancló.
—Tienes que pelear, Elena. No dejes que él te robe.
—No quiero perderlo otra vez.
—Ya lo perdiste. —Su voz se quebró—. Lo que queda es un eco que solo sabe destruir.
Lo odié por un instante.
Por decirme la verdad.
Por recordarme que lo que amaba ya no existía.
Entonces la marca ardió como nunca.
Caí al suelo, gritando.
Una corriente de energía me atravesó, haciéndome temblar.
Y lo vi: Arlo, de pie en el borde del precipicio, con la luna detrás de él, pálida y monstruosa.
Su mirada era la misma que la noche en que lo conocí, pero vacía.
Sin alma.
“Ven conmigo.”
Su voz llenó el aire, y el viento comenzó a girar a su alrededor.
Callun me abrazó con fuerza, intentando impedir que me moviera, pero mis huesos parecían responder al llamado.
Mis uñas se alargaron, mis sentidos se agudizaron, mi respiración se volvió un gruñido.
Él trató de contenerme, pero su fuerza ya no bastaba.
—Elena, mírame. ¡Mírame! —gritó.
Lo hice.
Y por un instante, vi el miedo en sus ojos… el mismo miedo que yo sentía de mí misma.
Entonces lo empujé, sin querer.
Callun cayó al suelo, jadeando, con la mirada perdida.
El viento se detuvo.
Arlo había desaparecido.
Y yo estaba sola, temblando, con susurros recorriendo mis venas.
“Ya casi eres mía.”
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Editado: 21.11.2025