No pude dormir esa noche.
Cada vez que cerraba los ojos, veía la luna negra suspendida sobre el bosque, inmóvil, sin reflejo.
Su luz no alumbraba… devoraba.
Callun descansaba junto al fuego, aunque su cuerpo parecía más sombra que carne.
Respiraba lento, profundo, como si el aire le costara atravesar el alma.
Lo observé por horas, tratando de convencerme de que seguía siendo él.
Pero cada vez que el viento soplaba, su olor cambiaba.
Ya no olía a tierra y lluvia.
Olfateaba a tiempo antiguo, a piedra, a algo que no debía existir.
Me aparté, buscando el reflejo del río.
El agua estaba inmóvil, como un espejo petrificado.
Y entonces lo vi: mi rostro… pero no era mío.
En el reflejo, mis ojos brillaban dorados.
La marca en mi brazo se había extendido hasta el cuello, como si las venas se hubieran vuelto raíces.
Sentí el pulso de algo ajeno dentro de mí.
No solo el de Arlo.
Otro. Más viejo. Más profundo.
“Eres la llave.”
Esa voz resonó una vez más, pero ya no era la del primero.
Era la de Arlo.
“Yo te elegí para abrir lo que otros cerraron.”
—¿Abrir qué? —susurré.
“El ciclo.”
El reflejo sonrió, aunque mis labios no se movieron.
“Los lobos no fueron creados por la luna. Fueron hechos para contenerla.”
Me quedé sin aire.
El peso de esas palabras me aplastó.
Contenerla. No adorarla. No seguirla.
Ser su prisión.
Me volví hacia Callun, con lágrimas que no llegaban a caer.
—Nos mintieron. Todo este tiempo… nos mintieron.
Él abrió los ojos, cansados, pero llenos de esa fuerza que me había enamorado.
—¿Qué viste?
—La verdad. —Tragué saliva—. La luna nos necesita para existir. Y ahora quiere liberarse.
—¿Liberarse?
—Sí. Y usará lo que queda de mí para hacerlo.
Callun se incorporó con esfuerzo.
Sus dedos tocaron mi mejilla, y por un instante sentí el calor que recordaba.
—Entonces no lo permitiremos.
—No puedes luchar contra ella.
—No —dijo, acercándose—. Pero puedo luchar por ti.
Sus labios tocaron los míos, y fue como besar fuego.
La marca ardió entre nosotros, y una energía oscura nos envolvió.
Por un instante, sentí que el mundo se partía en dos:
una mitad me llamaba hacia la luna, la otra hacia él.
Cuando el beso terminó, algo cambió en su mirada.
Ya no era solo amor. Era despedida.
—¿Qué hiciste? —pregunté.
—Te di mi mitad —susurró—. Ahora llevas también lo que quedaba de mí.
—No…
—Sí. Si el bosque viene por ti, tendrá que pasar por mí primero.
Y entonces lo vi alejarse hacia la oscuridad del bosque, sin mirar atrás.
La luna negra tembló sobre nosotros, como si contuviera un grito.
Y comprendí: la llave había sido girada.
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Editado: 21.11.2025