La lluvia era un látigo implacable contra los ventanales del penthouse de Vanessa Robles, en el piso 60 de la Torre Centenario. Las gotas resbalaban como lágrimas negras, distorsionando la vista panorámica de Ciudad Esmeralda, una metrópolis que palpitaba con luces de neón y secretos oscuros.
Era una noche de tormenta, una sinfonía de truenos y relámpagos que parecía presagiar el torbellino que se avecinaba en la vida de Vanessa.
Envuelta en un elegante camisón de seda negra, Vanessa se encontraba en el balcón, el viento acariciando su cabello azabache, los ojos fijos en el horizonte. A sus treinta y cinco años, era una mujer de una belleza impactante, una mezcla de elegancia y fuerza que intimidaba a partes iguales. La luz pálida de la luna, filtrada a través de las nubes, resaltaba los ángulos marcados de su rostro, la mandíbula firme, los labios finos y decididos. Parecía la reina de un imperio hecho de acero y cristal, una figura indomable que dominaba la ciudad a sus pies.
Pero la verdad, como solía suceder en la vida de Vanessa Robles, era más compleja y frágil de lo que aparentaba.
En el estudio, a pocos metros de distancia, su esposo, Paulino Robles, yacía inerte sobre la alfombra persa. Un hombre corpulento, de sesenta y tantos años, con el cabello raleado y el rostro enrojecido por el alcohol y la indulgencia. La autopsia dictaminaría un "ataque al corazón" repentino, una conclusión conveniente para todos los involucrados. Excepto, quizás, para el propio Paulino.
Vanessa había orquestado su muerte con la precisión de un relojero. Semanas de investigación, cálculos meticulosos y contactos discretos en el mundo farmacéutico. La dosis letal de warfarina, un anticoagulante potente, había sido administrada en su whisky escocés favorito, una despedida amarga pero necesaria. No había rastro de violencia, ni señales de lucha. Solo un hombre mayor, víctima de su estilo de vida poco saludable.
–Un final digno de un rey– pensó Vanessa, con un toque de ironía.
Apagó su cigarrillo con un gesto impasible, la colilla retorciéndose bajo la presión de sus dedos. El humo se mezcló con la niebla que envolvía la ciudad, un velo efímero que ocultaba la verdad detrás de la fachada. La muerte de Paulino sería un catalizador, una chispa que encendería su ambición y la llevaría a nuevas alturas de poder y riqueza. Estaba lista para asumir el control, para reinar sobre su imperio con mano de hierro.
Escuchó pasos detrás de ella y se giró lentamente. Hugo Rangel, el jefe de seguridad de Paulino, se acercaba con cautela. Un joven de unos veintiocho años, alto y atlético, con el cabello castaño oscuro y los ojos color avellana que parecían leer a través de las personas. Era guapo, carismático y, como Vanessa había descubierto en los últimos meses, peligrosamente inteligente.
–Señora Robles– dijo Hugo, su voz suave pero firme, –la policía está en camino. He asegurado la escena.–
Vanessa asintió, sin mostrar ninguna emoción.
–Gracias, Hugo. ¿Todo está en orden?–
–Sí, señora. Parece un ataque al corazón, como usted predijo.– Hugo hizo una pausa, sus ojos escudriñando el rostro de Vanessa. –Pero hay algo que no entiendo.–
–¿Qué es?– preguntó Vanessa, manteniendo la compostura.
–El vaso de whisky del señor Robles. Estaba limpio, sin huellas dactilares. Como si alguien lo hubiera limpiado después de que él lo bebiera.–
El corazón de Vanessa dio un vuelco. Había cometido un error. Un pequeño error, pero potencialmente fatal.
–Debes estar equivocado, Hugo,– respondió Vanessa, con una sonrisa forzada. –Tal vez el señor Robles lo limpió él mismo. Era un hombre meticuloso.–
–Tal vez– dijo Hugo, su mirada fija en ella. –Pero no lo creo.–
Un silencio tenso se extendió entre ellos, interrumpido solo por el sonido de la lluvia. Vanessa sabía que Hugo no era estúpido. Había visto algo, sospechaba algo. Y eso lo convertía en un problema.
–Hugo– dijo Vanessa, dando un paso hacia él, su voz suave y seductora. –Siempre has sido leal a Paulino. Aprecio eso. Pero ahora, necesito tu lealtad más que nunca. Necesito que me protejas.–
Hugo la miró a los ojos, su expresión ilegible. –Siempre he sido leal a la familia Robles, señora. Pero mi lealtad tiene un precio.–
Vanessa sonrió. –Todos tenemos un precio, Hugo. ¿Cuál es el tuyo?–
Hugo se acercó a ella, su aliento rozando su oído
–Quiero lo que su esposo tenía. Quiero su poder. Quiero su riqueza. Y la quiero a usted.–
Vanessa sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Hugo estaba jugando un juego peligroso. Pero ella era una jugadora aún más peligrosa.
–Eres ambicioso, Hugo– dijo Vanessa, apartándose de él. –Me gusta eso. Pero debes entender que el poder no se regala. Se toma. Y estoy dispuesta a hacer lo que sea necesario para protegerlo.–
–Lo sé, señora–. respondió Hugo, con una sonrisa enigmática. –Y yo también–
El sonido de las sirenas rompió el silencio, anunciando la llegada de la policía. Vanessa miró a Hugo a los ojos, una advertencia silenciosa en su mirada. La danza había comenzado. Y ambos sabían que solo uno saldría victorioso.
Mientras las luces azules iluminaban el penthouse, Vanessa Robles, la viuda negra, se preparaba para interpretar el papel de su vida. El mundo la vería como una mujer afligida, una víctima del destino. Pero por dentro, ardía la llama de la ambición, una llama que consumía todo a su paso.