Las majestuosas cumbres nevadas de los Alpes suizos envolvían a Vanessa y Hugo en un aura de paz y tranquilidad. El aire puro y cristalino, el silencio casi absoluto solo interrumpido por el murmullo de algún arroyo cercano o el lejano tañido de las campanas de las vacas, proporcionaba el escenario perfecto para que su amor, forjado en el fuego de la adversidad, pudiera florecer en un ambiente de serenidad.
Se habían instalado en un acogedor chalet de madera, con grandes ventanales que ofrecían vistas panorámicas de los valles verdes salpicados de flores silvestres y las imponentes montañas que parecían besar el cielo. Las noches, antes marcadas por el estrés y la paranoia, ahora se llenaban de un calor diferente, el calor de la intimidad y la conexión.
Una tarde, mientras el sol comenzaba a teñir el cielo de tonos anaranjados y rosados, Vanessa y Hugo paseaban de la mano por un sendero bordeado de pinos. El frío alpino les obligaba a ir abrigados, y sus manos entrelazadas buscaban el calor mutuo.
–Nunca pensé que podría encontrar un lugar como este– susurró Vanessa, apoyando la cabeza en el hombro de Hugo. –Después de todo lo que ha pasado, pensé que la paz era solo un sueño lejano.–
Hugo detuvo su paso y se giró para mirarla. Acarició suavemente su mejilla con el dorso de su mano. –La paz no es un lugar, Vanessa– dijo con ternura. –Es un estado de ánimo. Y contigo a mi lado, la he encontrado.–
Vanessa sonrió, sintiendo una oleada de amor y gratitud. Los eventos recientes, la traición de Borja y el ataque en el museo, aunque todavía frescos en su memoria, parecían difuminarse ante la fuerza de sus sentimientos.
–Tú también me das paz, Hugo– respondió ella, sus ojos brillando con sinceridad. –Después de todo, eres mi roca, mi refugio.–
Esa noche, la chimenea del chalet crepitaba cálidamente, arrojando danzantes sombras sobre las paredes de madera. Habían cenado a la luz de las velas, compartiendo una botella de vino suizo que Hugo había elegido con esmero. La conversación fluía sin esfuerzo, recordando momentos de su pasado, las primeras chispas de su atracción, las dificultades que habían superado juntos.
–¿Recuerdas la primera vez que nos vimos?– preguntó Hugo, con una sonrisa nostálgica. –Yo era solo un joven torpe, intentando impresionar a la mujer más hermosa que había visto jamás.–
Vanessa rió suavemente. –Y yo, una mujer demasiado orgullosa para admitir que me habías cautivado desde el primer instante.–
Se miraron el uno al otro, la conexión entre ellos palpable. Hugo se acercó, sus labios rozando los de Vanessa en un beso tierno y prolongado. Era un beso cargado de promesas, de perdón y de un amor que se fortalecía con cada instante compartido.
En los días siguientes, sus momentos románticos se sucedieron. Desayunaban juntos en el balcón, contemplando el amanecer sobre las montañas, compartiendo croissants y la promesa de un nuevo día. Daban largos paseos por senderos idílicos, deteniéndose a veces para admirar un lago de aguas cristalinas o un prado cubierto de flores alpinas.
Una tarde, Hugo llevó a Vanessa a un mirador escondido, al que solo se podía acceder a pie. Desde allí, la vista era simplemente espectacular: un valle vasto y verde, salpicado de pequeñas casas con tejados inclinados, y rodeado de picos nevados que brillaban bajo el sol.
–Vanessa– comenzó Hugo, con la voz embargada por la emoción. –Quiero que esto sea nuestro. Quiero que este sea nuestro hogar, nuestro refugio. Sé que he cometido errores, errores terribles. Pero te prometo que nunca más te decepcionaré. Quiero construir un futuro contigo, un futuro lleno de amor, de paz y de felicidad.–
Se arrodilló ante ella, sacando de su bolsillo una pequeña caja. Al abrirla, un deslumbrante anillo de compromiso, con un zafiro azul profundo rodeado de diamantes diminutos, brilló bajo la luz del sol.
–Vanessa Robles– dijo Hugo, con la voz quebrándose. –¿Quieres casarte conmigo y compartir el resto de tu vida a mi lado?–
Las lágrimas rodaron por las mejillas de Vanessa, no de tristeza, sino de pura felicidad. Miró el anillo, luego al hombre que se arrodillaba ante ella, y supo sin dudarlo que era el hombre con el que quería pasar el resto de su vida.
–Sí, Hugo– dijo Vanessa, su voz llena de emoción. –Sí, quiero casarme contigo.–
Hugo se levantó y la abrazó con fuerza, sellando su compromiso con un beso apasionado. En ese momento, rodeados por la inmensidad de la naturaleza, su amor parecía tan eterno como las montañas que los rodeaban.
Mientras tanto, en Ciudad Esmeralda, Borja Torrente no perdía el tiempo. La ausencia de Vanessa le brindaba la oportunidad perfecta para ejecutar la siguiente fase de su plan. Había logrado obtener información confidencial sobre las inversiones de Vanessa en un proyecto tecnológico emergente en Asia, un proyecto que prometía revolucionar la industria de la inteligencia artificial.
–Donatella sigue concentrada en su propia venganza–. murmuró Borja para sí mismo, revisando unos documentos en su escritorio. –No tiene idea de lo que se le viene encima. Pero yo sí. Y este proyecto de Vanessa... esto será mi golpe de gracia.–
Su mente maquiavélica ya estaba trazando las líneas de un complejo esquema de manipulación financiera y sabotaje corporativo. Su objetivo no era solo enriquecerse, sino también causar el mayor daño posible a Vanessa, despojándola de su imperio y dejándola sin nada.
El exilio suizo de Vanessa y Hugo, si bien era un oasis de amor y esperanza para ellos, también representaba una ventana de oportunidad para sus enemigos. Y mientras ellos redescubrían la fuerza de su amor, Borja se preparaba para lanzar su ataque más devastador, un ataque que pondría a prueba no solo la resistencia de Vanessa, sino también la lealtad de Hugo y la propia naturaleza de su nueva felicidad...