Lejos de la oscuridad de las intrigas y los sacrificios morales, en la relativa seguridad del apartamento de Emma en Ciudad Esmeralda, la luz de una conexión genuina ardía con fuerza. Gael, aún convaleciente del atentado, se recuperaba lentamente, y Emma, con su paciencia infinita y su amor incondicional, era su ancla.
Emma se sentó al lado de Gael en el sofá, su mano entrelazada con la suya, mientras el aroma reconfortante del té de hierbas llenaba la habitación. Las noticias sobre Vanessa, las notas, la partida de Hugo, la habían dejado profundamente preocupada.
–No puedo dejar de pensar en Vanessa– dijo Emma, su voz teñida de angustia. –Siento que se está alejando cada vez más de nosotras, de quién solía ser. El otro día, cuando hablé con ella, su voz sonaba... vacía. Como si una parte de ella ya no estuviera allí–
Gael apretó su mano, su mirada reflejando una comprensión profunda. –Lo sé, Emma. Y me duele verla así. Pero Vanessa es una luchadora. Y está en una guerra. A veces, la guerra te obliga a convertirte en algo que no quieres ser, solo para sobrevivir . Pero eso no significa que se pierda por completo–
–Pero, ¿a qué costo, Gael?– , preguntó Emma, con lágrimas asomando en sus ojos. –Hugo se fue. ¿Y si ella se pierde en esa oscuridad? ¿Y si no hay vuelta atrás?–
Gael la atrajo más cerca, besando su frente con ternura. –Por eso tenemos que estar aquí para ella, Emma. Para recordarle quién es, para ser su ancla si se desvía demasiado. No podemos juzgarla por las decisiones que está obligada a tomar. Solo podemos apoyarla–
El atentado había acercado a Gael y Emma de una manera que pocas experiencias podían. La vulnerabilidad de Gael, la preocupación genuina de Emma, había despojado su relación de cualquier superficialidad, revelando una conexión profunda basada en la confianza, el respeto y un amor que se fortalecía en la adversidad. Eran un refugio el uno para el otro, un pequeño bastión de normalidad en el torbellino de caos que rodeaba sus vidas.
–Tengo miedo por ella, Gael– susurró Emma.
–Miedo de lo que Borja pueda hacerle, y miedo de lo que ella misma pueda llegar a hacer–
–Lo sé, mi amor– respondió Gael, abrazándola con fuerza. –Yo también. Pero no nos rendiremos. No la abandonaremos. Juntos, encontraremos una manera de ayudarla, de traerla de vuelta. Y si Borja cree que ha ganado, está muy equivocado–
Su conversación era un eco de su amor, una promesa silenciosa de lealtad y apoyo, no solo para Vanessa, sino también el uno para el otro, una rara y preciada gema en un mundo cada vez más oscuro.
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El plan de Tomas Holler era audaz, peligroso, y exigía una actuación magistral de Vanessa. La ubicación elegida para la "cita": un club nocturno exclusivo en el corazón de Zúrich, conocido por sus reservados privados y su clientela de élite, un lugar donde la discreción era tan valiosa como el dinero.
Vanessa se preparó en su chalet, cada movimiento era un ritual sombrío. Se miró en el espejo, pero no reconocía del todo a la mujer que le devolvía la mirada. Sus ojos, antes llenos de luz, ahora albergaban una determinación fría, velada por una tristeza profunda. Eligió un vestido rojo de seda, que se ajustaba a su figura como una segunda piel, resaltando cada curva, pero dejando poco a la imaginación. El color de la pasión, el color de la sangre, el color de la trampa.
Se maquilló con maestría, acentuando sus ojos con un ahumado intenso, sus labios con un carmesí audaz. La mujer que se miraba en el espejo era una depredadora, una femme fatale, un cebo irresistible. La Vanessa de antes se había escondido muy profundo, detrás de una máscara de hielo.
Los hombres de Holler la esperaban. Habían instalado dispositivos de escucha en su cartera y en el broche de su vestido. Cada detalle de la emboscada estaba coreografiado: la hora exacta para la captura, la señal, las rutas de escape. No había margen de error.
Llegó al club en un coche de lujo, los flashes de las cámaras de los paparazzi rebotando en los cristales tintados. Al entrar, el aire vibraba con la música electrónica y el murmullo de las conversaciones. Los ojos se volvieron hacia ella. Era una entrada digna de una reina, o de una sirena llamando a su presa.
Borja Torrente la esperaba en un reservado privado en el segundo piso, con vistas a la pista de baile. Había una botella de champán enfriándose en una cubitera y dos copas servidas. Su sonrisa era de triunfo apenas contenido, una arrogancia que Vanessa supo que usaría a su favor.
–Vanessa– saludó Borja, levantándose, sus ojos oscuros recorriendo su figura, la satisfacción evidente en su mirada. –Qué grata sorpresa. Y qué... transformación. Me atrevo a decir que el dolor te sienta exquisitamente–
Vanessa le dedicó una sonrisa seductora, una que le costó cada fibra de su ser forzar. –Borja. Parece que mis problemas me han enseñado a apreciar la... compañía. Y la forma en que el mundo funciona realmente–
Caminó hacia él con una gracia calculada, sus caderas balanceándose con una sensualidad forzada. Se sentó frente a él, su rodilla rozando la suya bajo la mesa. El contacto fue como una descarga eléctrica, de asco para ella, de anticipación para él.
–Me sorprende que hayas accedido a verme– dijo Borja, intentando ocultar su exultación, pero sus ojos lo delataban. –Pensé que tu orgullo era demasiado grande–
Vanessa inclinó la cabeza, dejando que su cabello oscuro cayera sobre un hombro, revelando la curva de su cuello. –Mi orgullo se ha llevado muchos golpes últimamente, Borja. Y, de repente, la soledad es una compañera muy fría. Y tú... tú siempre fuiste el único que realmente me entendió en este juego– La mentira salió de sus labios con una facilidad pasmosa.