En Ciudad Esmeralda, el sol caía como un telón ardiente sobre el horizonte, tiñendo el cielo de naranjas y morados que rara vez presagiaban la oscuridad que se gestaba bajo su manto. Gael, el mejor amigo de Hugo, había sentido una punzada de inquietud desde la partida de su amigo, una especie de instinto primario que le susurraba que algo no encajaba en el entramado de Ronaldo. La opulencia repentina, la prisa de Hugo por marcharse, los silencios calculados de Ronaldo. Todo resonaba con una disonancia molesta en la mente de Gael, un hombre cuya lealtad era tan férrea como su aguda intuición.
Había decidido seguir a Ronaldo de cerca. No de forma obvia, por supuesto, sino con la cautela de un depredador al acecho. Había notado los cambios en la rutina del enigmático empresario: visitas a muelles de carga apartados, encuentros discretos en callejones oscuros con hombres de aspecto rudo, llamadas telefónicas susurradas en varios idiomas. Esa noche, el instinto de Gael lo guio a un almacén decrépito en la zona portuaria más olvidada de la ciudad, un lugar donde el óxido carcomía el metal y el aire olía a salitre y secretos.
Se escondió entre contenedores apilados, el corazón latiéndole con una fuerza anómala contra las costillas. Desde su improvisado escondite, observó con horror cómo se descargaba un camión de aspecto inocente. No eran cajas de productos legales, sino figuras humanas. Mujeres jóvenes, con los ojos vacíos y asustados, eran empujadas con brutalidad hacia el interior del almacén. El murmullo de voces bajas, los jadeos ahogados, y luego el inconfundible sonido de una bofetada resonaron en la noche, helándole la sangre.
Ronaldo estaba allí, imponente, dando órdenes con una voz que Gael nunca le había escuchado: fría, desprovista de emoción, autoritaria. Vestía un traje oscuro que parecía absorber la poca luz que llegaba del exterior, su figura recortada contra el umbral del almacén como la de un director de orquesta macabro. Gael vio a otras mujeres, algunas visiblemente drogadas, otras con miradas desafiantes que se rompían al encontrarse con los ojos de los hombres que las custodiaban. Una de ellas, rubia y de facciones eslavas, intentó gritar, pero un golpe seco la silenció antes de que pudiera emitir un sonido.
El estómago de Gael se revolvió. Aquello no era contrabando de joyas o licores. Aquello era trata de personas. Prostitución. Esclavitud. La realidad lo golpeó como un puñetazo en la cara. Ronaldo, Un traficante de carne humana.
Se retiró sigilosamente antes de ser descubierto, la náusea subiéndole por la garganta. Caminó sin rumbo por las calles desiertas, el zumbido de la ciudad esmeralda ahora sonando como un coro de sirenas de advertencia. Su mente era un torbellino de incredulidad y rabia. ¿Qué hacía con esa información? ¿A quién podía contársela? ¿Y Hugo? ¿Sabía Hugo en qué se estaba metiendo al trabajar para este hombre? El peso de su descubrimiento era abrumador. Necesitaba hablar con Hugo, pero ¿cómo? . Con el pulso todavía galopante, sacó su teléfono, sus dedos temblaban mientras escribía un mensaje, corto y críptico, a su amigo. La verdad era demasiado peligrosa para ser hablada por teléfono.
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A miles de kilómetros, en la imponente mansión Holler, el ambiente era de una falsa serenidad. Tomás había organizado una cena romántica para Vanessa, un preludio a la boda que se celebraría ese mismo fin de semana. El gran comedor, normalmente frío y formal, estaba transformado: velas parpadeantes en candelabros de plata, una mesa exquisitamente puesta para dos con rosas rojas frescas y el aroma embriagador de un sofisticado plato de ternera Wellington. Tomás, con un traje de seda de color carbón, sonreía con una calidez superficial que Vanessa sabía que era una máscara.
—Mi querida Vanessa —dijo Tomás, levantando su copa de vino tinto oscuro—. Por nosotros, por nuestro futuro. El fin de semana será inolvidable.
Vanessa sonrió, un gesto que le costó un esfuerzo monumental, y levantó su propia copa. El líquido rubí se balanceó, reflejando las luces de las velas. El vino era bueno, caro, pero en su boca, sabía a ceniza.
—Por nosotros, Tomás —murmuró, la voz apenas un susurro, intentando proyectar la ilusión de felicidad.
Tomás la observó con sus ojos penetrantes, como si intentara leer más allá de su fachada. Por un instante, Vanessa pensó que la había descubierto, que su terror se transparentaba. Pero luego, la expresión de Tomás se suavizó en una sonrisa complaciente.
—He estado ultimando los detalles con el equipo. El salón de eventos está listo, las flores, el menú, la orquesta... Todo será perfecto, exactamente como lo imaginaste. Siempre dijiste que querías algo clásico, pero con un toque de opulencia. Creo que lo hemos logrado.
Vanessa se forzó a asentir, la garganta seca. Recordaba haber dicho esas cosas, en un momento en que la idea de la boda era solo una fantasía distante, un juego peligroso que creía poder controlar. Ahora era una realidad inminente, una jaula dorada que se cerraría sobre ella.
—Suena maravilloso, Tomás. Estoy segura de que será... inolvidable —logró decir, apretando los dientes para evitar que un escalofrío le recorriera la espalda.
Tomás tomó su mano sobre la mesa, sus dedos fuertes y cálidos envolviendo los suyos. Vanessa tuvo que reprimir un respingo. Era la misma mano que, según Grace, firmaba los destinos de innumerables mujeres.
—Sabes, Vanessa —continuó Tomás, su voz grave y melódica—, no puedo esperar a que seas mi esposa. Esta casa, mi vida... todo cobrará un nuevo sentido contigo a mi lado. Eres mi musa, mi reina.
Las palabras le sonaron huecas, una serenata macabra en el telón de fondo de lo que sabía de él. La imagen de las mujeres en las mazmorras, las notas de Grace sobre la trata de blancas, la fría y brutal realidad de su imperio, todo se arremolinaba en su mente, creando un muro de repugnancia. Le resultaba casi imposible mantener la compostura. Pensó en Hugo, en la esperanza de que él estuviera buscando la manera de liberarla, de encontrar esa información que la pondría a salvo. Pero el tiempo se agotaba, y el fin de semana estaba a la vuelta de la esquina.