En Ciudad Esmeralda, la noche caía con el silencio pesado de una ciudad que se preparaba para dormir, pero el departamento de Gael estaba lejos de encontrar la calma. Después de enviar el mensaje a Hugo, una determinación férrea se había apoderado de él. No podía quedarse de brazos cruzados. Hugo estaba en peligro, y él era el único que podía advertirle en persona, ofrecerle un plan.
—Londres —murmuró para sí mismo, mientras arrojaba ropa en una mochila de viaje—. Tengo que ir a Londres.
Su mente era un torbellino de planes y riesgos. Necesitaba dinero, un vuelo rápido. Se movía con una urgencia febril, su lealtad a Hugo impulsándolo a cada paso. Sacó su pasaporte, la cartera, el teléfono. Miró una foto en su mesa de noche, una vieja instantánea de él, Hugo y Emma riendo en la playa. Un dolor agudo le atravesó el pecho. Estaba haciendo esto por ellos.
Justo cuando terminaba de cerrar la cremallera de su mochila, un fuerte golpe resonó en la puerta de su departamento. Gael se quedó inmóvil, el instinto de alarma disparándose. ¿Quién podía ser a estas horas? No esperaba a nadie. Otro golpe, más fuerte, acompañado de un gruñido.
—¡Abre la puerta, Gael! ¡Sabemos que estás ahí!
La voz era gruesa, desconocida. Gael sintió cómo el pánico le arañaba la garganta. ¿Cómo sabían su nombre? ¿Quiénes eran? Su mente corrió a Ronaldo, a la escena en el almacén. ¿Había sido descubierto?
Se lanzó hacia la puerta, no para abrirla, sino para buscar algo con lo que defenderse. Demasiado tarde. Con un estruendo ensordecedor, la puerta de madera cedió, arrancada de sus bisagras. Tres hombres corpulentos, vestidos de negro y con los rostros cubiertos con pasamontañas, irrumpieron en el pequeño salón.
Gael no era un hombre de pelea, pero la desesperación le dio una fuerza inusitada. Intentó agarrar una lámpara pesada, pero uno de los hombres fue más rápido. Un golpe certero en la sien lo hizo trastabillar. Otro lo agarró por la espalda, inmovilizándolo. La adrenalina le impedía sentir el dolor, pero podía ver el brillo metálico de una pistola en la mano de uno de ellos.
—Quietecito, chico. Esto será rápido si no te resistas —dijo una voz gutural.
Gael forcejeó con todas sus fuerzas, pataleando y gritando. No podía dejarse atrapar. Tenía que llegar a Hugo. Tenía que advertirle.
Sus ojos comenzaron a desenfocarse. Las siluetas de los hombres se volvieron borrosas. El mundo se inclinó. Intentó pronunciar una palabra, un nombre, pero solo un gemido escapó de sus labios. Cayó de rodillas, el cerebro nublándose rápidamente.
Lo último que sintió fue cómo lo levantaban, como un fardo inerte. Vio el cielo nocturno a través del hueco de la puerta destrozada, un cielo estrellado que pronto se oscureció del todo. La oscuridad lo engulló, el eco de su propio nombre, "Hugo", desapareciendo en el abismo de la inconsciencia. Los hombres lo sacaron de su departamento, su destino incierto, un nuevo peón secuestrado en el tablero de sombras que se extendía entre continentes. El hilo que conectaba a Hugo con su mejor amigo se había cortado abruptamente...