Luna Sangrienta

Capitulo 1

Mi existencia entera se ha forjado dentro de una jaula, si bien una forrada de terciopelo escarlata y mármol pulido. Mi hogar es el Castillo de Carpatia, una fortaleza gótica que se yergue, imponente y sombría, como una cicatriz petrificada en el corazón de la tierra. Soy Anne Marie, la única descendiente del Rey Vladimir von Karpata, y mi vida es, en esencia, una profunda paradoja.

Mi padre, un ser cuya memoria se extiende a través de milenios, me concibe como un milagro, la culminación de una esperanza largamente postergada. Su afecto es un océano inmenso que me envuelve, un sol inclemente que derrite la escarcha que, con el tiempo, se ha asentado en mi alma. Fue él quien descorrió para mí los velos del cosmos, enseñándome a descifrar el lenguaje de las estrellas ya encontrar el arte sublime en la sinfonía de la noche. Me instruyó en el arte de gobernar con una mano firme, sí, pero siempre guiado por un corazón compasivo y una mente perspicaz. Él, el temido rey de los vampiros, el indomable Vladimir, se ha despojado de sus ancestrales capas de dureza para otorgarme un amor que pocos mortales, y menos aún inmortales, llegan a conocer. Para él, soy un don inestimable que la vida le ha concedido, un rayo de esperanza que atraviesa la perpetua penumbra de su inmortalidad.

Mi madre, Jean Marie, encarna la antítesis de esa devoción. Su mirada sobre mí es una extraña y disonante amalgama de resentimiento y una indiferencia casi total. Sus ojos, antaño llenos de la vitalidad de los mortales, son ahora opacos y fríos, espejos gelidos de un invierno eterno. Constantemente me presiona para que mi comportamiento sea el de una princesa digna, para que mi postura y mis palabras reflejen la majestuosidad de la realeza vampírica. Sin embargo, sus admoniciones resuenan huecas, como ecos desangelados en un pasillo abandonado. Sé que no me ve a mí, sino el espectro de un destino que le fue arrebatado, el reflejo de un camino que nunca pudo transitar. Soy el mudo recordatorio de un pacto que la condenó, y mi existencia, la prueba viviente de su sacrificio no deseado.

Aún conserva la vívida memoria de la última vez que intenté buscar su abrazo. Me apartó con una brusquedad tan inesperada que me heló la sangre en las venas. — Una princesa no dispensa sus afectos a la ligera, Anne Marie— , me dijo, su voz desprovista de calidez. — Una princesa debe mantener su compostura, su dignidad. Debes aprender a ser merecedora de tu posición.

Pero, a sus espaldas, mientras se creía inaudible, la escuché susurrar a una de sus damas de compañía: — Ella no es como yo. Ella tiene la sangre de él—. Nunca comprendí del todo el peso de esas palabras, y aunque mi padre, con su infinita paciencia, intentó consolarme, el eco de esa frase me ha perseguido desde entonces, como un fantasma silencioso en los recovecos de mi mente.

Ahora, a mis dieciocho años, he consumido mi vida en la vastedad laberíntica de los salones del castillo, inmersa en volúmenes de historia que narraban exclusivamente guerras y estrategias, y memorizando los intrincados protocolos que, teóricamente, me moldearían en la princesa perfecta. No obstante, siempre percibió la existencia de algo más, algo que se encontraba más allá de estos muros de piedra. Un llamado inarticulado, una conexión que no lograba descifrar plenamente, pero que me impulsaba con una fuerza irresistible para escapar, a volar lejos de las ancestrales paredes que me confinan.

El discreto chirrido de la puerta al abrirse me arrancó de mis profundas cavilaciones. Era Eldara, mi dama de compañía. Su rostro pálido, enmarcado por unos ojos de un profundo color ámbar, siempre me ofrecía un bálsamo de consuelo discreto. Es la única alma en este castillo ante quien no temo revelar la vulnerabilidad de mis emociones.

— El carruaje aguarda, alteza— , susurró, su voz apenas un hilo. — Es la hora de partir hacia el internado.

Un nudo apretado se formó en mi estómago. El Internado El Pacto de medianoche. Un enclave concebido para la realeza de los clanes vampíricos y licántropos, un lugar donde, supuestamente, se entrenarían para «fortalecer la paz» entre nuestras especies ancestralmente enemistadas. Era una iniciativa de mi madre, una de sus muchas estratagemas políticas. Mi padre se había opuesto con vehemencia, pero ella había insistido con una determinación férrea, argumentando que era «vital para el futuro de la Alianza». Para mí, mi propio futuro en esa ecuación parecía un detalle insignificante, apenas una pieza más en su intrincado juego de poder.

Con una última mirada demorada a mi habitación —al imponente lecho con dosel, a los retratos austeros de mis antepasados, a la ventana que ofrecía una vista melancólica sobre los sombríos bosques de Carpathia—, me dirigí, casi a regañadientes, hacia mi destino. Un lugar donde los odios ancestrales se ocultaban apenas bajo una fina pátina de cortesía forzada, y donde los secretos, como aquel impenetrable enigma que mi madre custodiaba con celo, podrían revelarse más letales que la estaca más afilada en el corazón.

El traqueteo del carruaje se convirtió en una cacofonía constante que desgarraba el silencio del bosque, una tortura rítmica que prometía una eternidad de viaje. Las sombras de los siglos parecían aferrarse a los troncos de los árboles, tan densas que incluso mis ojos, afinados por el linaje ancestral para penetrar la penumbra más profunda, apenas podían discernir las formas amenazantes que se difuminaban en los márgenes del camino. Cada crujido de la madera, cada ráfaga gélida que se colaba por las rendijas de las ventanas, era un recordatorio sombrío de la distancia que me separaba de todo lo conocido, de la cálida fortaleza de mi hogar.

Cuando el Internado de la Alianza finalmente emergió de la bruma vespertina, no ofreció ningún bálsamo para mi alma ya helada. Se alzaba como una burla arquitectónica, una réplica pálida y miniaturizada del majestuoso Castillo de Carpacia, pero carecía por completo del esplendor radiante y la reconfortante calidez que mi padre, con su visión y su presencia, le había infundido a nuestro hogar. Una punzada de amargura me atravesó al recordar su ausencia en mi partida, la excusa glacial de mi madre sobre «una reunión importante» resonando en mis oídos como una sentencia. Este lugar era un amasijo opresivo de piedra gótica, sus muros antiguos exhalaban una frialdad perpetua. Gárgolas talladas con muecas burlonas parecían observar mi llegada, sus ojos de piedra fija en mi destino. Los torreones, afilados y esbeltos, se clavaban en el cielo plomizo como dedos acusadores, señalando no una promesa, sino una condena. Era un monumento a la desolación, tan sombrío como el corazón de mi propia madre, o quizás, como el presagio de mi futuro.




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