Luna Sangrienta

Capitulo 3

La penumbra del bosque se alzaba como una catedral de musgo y sombra, sus árboles, columnas vivientes de una antigüedad inmemorial, cuyas copas tejían un dosel tan denso que el cielo se adivinaba apenas como un eco distante. Mis pasos se hundían en la hojarasca húmeda, una alfombra crujiente bajo mis botas, mientras el aroma terroso de la tierra mojada y el dulzor penetrante del musgo inundaban mis fosas nasales. No recordaba cómo había llegado a aquel santuario arbóreo, ni por qué una compulsión irrefrenable me empujaba a seguir adelante. El mundo a mi alrededor se había sumergido en un silencio opresivo, una quietud tan absoluta que cada latido de mi propio corazón resonaba como un tambor solitario, hasta que una melodía, un silbido suave y melancólico, se abrió paso en el denso aire, rompiendo la inmaculada atmósfera.

No era una tonada que hubiera escuchado antes, y sin embargo, se sentía extrañamente familiar, como un vestigio de un recuerdo olvidado o un presentimiento. Era un llamado, un hilo invisible que tiraba de mí, y obediente a su hechizo, avancé en su dirección. La vegetación, antes impenetrable, comenzó a ceder, las ramas se abrieron y los troncos se apartaron, revelando un claro. Era un refugio rudimentario, erigido con ramas entrelazadas y cubierto con pieles curtidas de animales, un campamento tan antiguo como el mismo bosque. En su centro, un caldero humeaba sobre un fuego que languidecía, sus brasas rojas pulsando con vida tenue.

Y allí, avivando el rescoldo con una rama fina, estaba ella, la fuente de la melodía que aún vibraba en mis oídos. De espaldas a mí, su figura esbelta se recortaba contra la luz danzante de la hoguera. Un collar de colmillos pulidos adornaba su cuello, y su cabello, de un castaño tan oscuro que absorbía la luz, me resultaba inquietantemente conocido.

Mientras concentraba su atención en el fuego, yo la observaba, un estudio silencioso y furtivo. Su altura era notable, su cuerpo ágil y sus movimientos fluidos, casi felinos, imbuidos de una fuerza contenida que me recordaba a la sigilosa elegancia de los lobos. De repente, el silbido cesó. Ella se giró, y en ese instante, mi mundo se detuvo. Mis músculos se tensaron, mi respiración quedó atrapada en mi pecho. Su rostro. Era el mío. Un reflejo perfecto, como si estuviera mirándome en un espejo, pero con una diferencia abismal: sus ojos, de un ámbar intenso, brillaban con una sabiduría ancestral, una profundidad que yo no poseía.

Me contempló sin rastro de sorpresa, sin un parpadeo de alarma. Una media sonrisa se dibujó lentamente en sus labios. — Has llegado más pronto de lo que esperaba, Anne Marie—, dijo su voz, una reverberación de la mía, pero teñida con un eco salvaje, primigenio. — Me alegro de verte.

Y en ese instante, se despertó.

Mi corazón martilleaba un ritmo frenético contra mis costillas, un tambor desbocado en la silenciosa oscuridad. Me incorporé en la cama, la respiración entrecortada, el aire denso y pesado en mis pulmones. La habitación estaba sumida en una penumbra que anunciaba el amanecer, pero la sensación en mi propio cuerpo era extraña, una disonancia perturbadora. Esperaba el dolor punzante, la memoria ardiente de las quemaduras que la luz del sol había infligido la noche anterior, el eco de la agonía que había sentido al contacto con sus rayos. Con dedos temblorosos, toqué las zonas de mi piel que recordaba expuestas al sol. Ni una quemadura, ni siquiera un leve rastro de enrojecimiento. Nada. Era como si el dolor hubiera sido una quimera y las heridas jamás hubieran existido.

Me levanté de la cama, mis pies descalzos sobre la alfombra fría, y me dirigí a la ventana. La luna, un espectro pálido en el cielo, se fundía con las siluetas imponentes de las montañas de Carpatia. Estaba de pie allí, sintiendo el frío cristal contra mi frente, y el alivio de la ausencia de dolor se mezclaba con una confusión abrumadora. Me miré las manos, la piel inmaculadamente pálida, las venas apenas discernibles bajo la superficie. ¿Cómo era esto posible? Tan solo unas horas antes, había sentido un sufrimiento insoportable, pero ahora no quedaba la menor evidencia física de aquello.

— ¿Estás bien?—, la voz somnolienta de Evanie me sacó de mi ensimismamiento. Di un pequeño respingo, había olvidado por completo que compartía la habitación.

— Sí, estoy bien—, le aseguré, girándome hacia ella, tratando de disfrazar la turbación en mi voz. — ¿Por qué lo preguntas?.

— Te vi tocarte el brazo, parecías asustada. ¿Qué pasó?—, inquirió, sus ojos fijos en mí con una mirada de sincera preocupación.

— Nada—, mentí, la palabra se sentía hueca en mi boca. — Solo un mal sueño—.

No podía revelarle la visión, ni mucho menos la inexplicable curación de mi cuerpo. Mis sueños siempre habían sido vívidos, a veces premonitorios, pero este era diferente. Y el hecho de que mi piel no guardara el más mínimo rastro de las heridas me obligó a confrontar una verdad aterradora: el dolor no había sido una mera fantasía onírica. Era real. Pero la curación, esa anomalía, desafiaba toda lógica. El rostro de la chica del bosque, idéntico al mío, se había grabado en mi mente con una claridad perturbadora. ¿Quién era ella? ¿Y por qué se parecía tanto a mí? Esa pregunta, punzante e insistente, me persiguió el resto de la noche, un eco inquietante en la profundidad de mi conciencia.

El resto de la noche se desplegó con la tensa quietud que precede a una tormenta. Evanie me observaba desde la otra cama, sus ojos oscuros clavados en mí, una mezcla de curiosidad y recelo que no se atrevía a vocalizar. No hizo preguntas sobre mi extraño despertar, pero su silencio era más elocuente que cualquier interrogatorio. Me preparé para las clases, mi mente una vorágine de pensamientos: las visiones turbias de la noche, las nuevas "lecciones" que parecían haber grabado un mapa desconocido en mi memoria, y el inquietante misterio que envolvía mi propio cuerpo. Me sentí ajena a mí misma, como si habitara una piel que ya no me pertenecía por completo.




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