Luna Sangrienta

Capitulo 4

Al finalizar la noche, regresé a la habitación que compartía con Evanie, pero la fatiga física era un mero susurro comparado con el ruido en mi cabeza: la tensión del comedor, el rugido de la Arena, las miradas que me quemaban. Evanie ya estaba sentada en su cama, con una seriedad que rara vez le veía, una mueca de preocupación en su rostro.

— No les hagas caso a lo que dicen mis amigos—, me soltó de repente, como si hubiera husmeado en mis pensamientos. — No saben de lo que hablan.

Levanté la vista, intentando disimular la punzada que me habían provocado sus palabras.— Lo sé. Pero... no todos son como tú, Evanie.

Soltó un suspiro, un sonido casi imperceptible. — Ya lo sé. Pero su desprecio, su riña... eso es entre nosotros, los de aquí. No es algo contra los humanos en sí. Al fin y al cabo, todos nosotros fuimos uno en algún momento. Lo que te dijeron es por la unión de un vampiro con un licántropo, y eso es... diferente. Lo que pasó con tu padre y tu madre... eso tuvo otro peso.

— Aun así—, replicado con un deje amargo en la voz,— hay quien no lo ve así. Hay quien cree que es una debilidad. Que un rey con siglos a sus espaldas se una, a una mortal... para algunos, es casi una traición.

Evanie se encogió de hombros, un gesto casi despreocupado que contrastaba con la gravedad de sus palabras. — Puede que para algunos lo sea. Pero ese tipo de unión detuvo una guerra que llevaba siglos y trajo la paz. A veces, eso es suficiente, ¿no crees?— Su tono era firme, como si esa fuera la única ley que importaba.

Nos quedamos en silencio, cada una inmersa en sus propios laberintos. Para ella, la paz era el punto final de una historia. Para mí, se sentía más como el prólogo de una pesadilla. Me dejé caer en mi cama, una ola de soledad invadiéndome. Evanie, al verme, rompió el hechizo. Su voz, ahora más suave, me trajo de vuelta.

— Además—, añadió, y su mirada adquirió un brillo nuevo,— tú eres la única que nació con sangre de vampiro. No fuiste convertida. Eres... especial. Por eso te miran así, aunque no lo digan. Es admiración, créeme. Solo necesitas ganarte su respeto. Y estoy segura de que lo harás.

Sus palabras, inesperadas, me envolvieron en una extraña calidez. ¿Qué sabía ella realmente de mi linaje? ¿Era cierto que era la única con sangre vampírica de nacimiento? Mi madre era humana, y la transformación la tuvo mientras estaba embarazada de mí. Así que ambas nacimos con ese mismo gen vampírico. Pero a diferencia de ella, yo nunca había saboreado la vida como humana.

Las palabras de Evanie, sin embargo, me levantaron un poco el ánimo. No era solo una princesa más. Era algo distinto. Una anomalía, tal como Christoff había dicho. Pero quizás, solo quizás, esa anomalía era lo que me daría la fuerza que necesitaba. Me acomodé en la cama, sintiendo el peso de la noche, y el peso aún mayor de mi propia sangre. La única hija del rey de Carpacia, una rareza en un mundo tan rígidamente definido. Mañana sería otro día, y el juego, como ella decía, apenas acababa de empezar.

Esa noche, a diferencia de otras, no me atreví a salir a dar una vuelta. La imagen de Derek, su aura extraña, la forma inexplicable en que mis heridas habían sanado... todo ello me revolvía el estómago. Me quedé en la cama, dando vueltas al asunto, reviviendo la escena del bosque y esa sensación fantasma de dolor. Las horas pasaban a cuentagotas, y el insomnio se aferraba a mí. Finalmente, cuando creía que no podía más, el sueño me arrastró. Para mi alivio, esta vez, no hubo visiones perturbadoras ni sueños extraños. Solo la, ansiada, oscuridad.

El dia se había disipado como la escarcha bajo un sol incipiente, dejando tras de sí una sensación de calma que me era casi extraña. El silencio de la noche en mi habitación, roto solo por mis propios movimientos mientras me preparaba para las clases, se sintió como un lienzo en blanco, listo para ser pintado con las rutinas que mantenían a raya la inquietud. Fue entonces cuando unos golpes suaves, pero firmes, resonaron en la puerta. Mi primer impulso fue de aprensión; en este lugar, cualquier interrupción podía ser presagio de algo menos agradable. Sin embargo, al mirar por la mirada, el rostro sereno y la túnica familiar del Tutor Malachai me transmitieron un alivio inmediato.

Él estaba allí, no con regaños ni con lecciones, sino con una pequeña misiva en sus manos. Un pergamino cuidadosamente enrollado, sellado con el distintivo león rampante de la corona real. En el instante en que mis ojos captaron ese emblema, un vuelco agitó mi pecho. No había duda posible. Era él. Mi padre. La única figura en este laberinto de opulencia y frialdad que aún guardaba un rincón para el afecto genuino.

Con una reverencia casi imperceptible, Malachai extendió la carta hacia mí, sus dedos largos y pálidos rozando brevemente los míos. Su partida fue tan silenciosa como su llegada, dejándome sola con el peso palpable del pergamino en mis manos. Mis dedos, a pesar de su temblor inicial, actuaron con una familiaridad innata al desatar el cordón de seda que lo sujetaba. Al desplegar el pergamino, la caligrafía elegante y distintiva de mi padre, una que había memorizado a través de incontables años, llenó la página. Cada trazo, cada curva, era un eco de su presencia, una promesa viva en medio de mi exilio autoimpuesto.

— Mi querida Anne Marie—, comenzaba la carta, y la dulzura de esas primeras palabras disipó las últimas sombras de la noche. El texto fluía, pintando un cuadro vívido de su anhelo.— Tu ausencia me pesa con una nostalgia que no conocía. Extraño tu risa, ese sonido cristalino que solía llenar los salones y que ahora solo puedo evocar en mis recuerdos. Extraño el murmullo de tu voz, siempre llena de una curiosidad jovial. Y, Anne Marie, extraño el aroma de tu cabello, una fragancia sutil y dulce que inunda mis fosas nasales cada vez que te abrazo en la quietud de mis pensamientos. El palacio, este lugar que una vez resonó con tu vitalidad, ahora se... Se siente vacío, un eco desolado de lo que solía ser. Cada corredor parece más largo, cada sala más silenciosa. No puedo esperar a que lleguen las vacaciones, mi pequeña estrella, para poder tenerte de nuevo a mi lado, para escuchar tus historias y ver la chispa en tus ojos. El tiempo, ciertamente, pasa lento sin ti, mi pequeño regalo, mi hija amada.




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