Regresé a mi habitación desanimada. Mi corazón se sentía pesado. Había sentido una conexión con Derek, una que él intentaba borrar. ¿Una necesidad inexplicable de protegerme? ¿Qué significaba eso? Me sentía perdida.
Al entrar en mi habitación, Evanie estaba sentada en su cama, esperándome. Al verme, su rostro se puso serio.— Sabes que es un peligro salir a esta hora—, me dijo.—Y más si es por un chico—. Su expresión se suavizó.—¿Era por un chico?—, me preguntó con una sonrisa pícara. —¿De quién se trataba?.
—No era nadie—, le dije, sentándome en mi cama. —Solo no podía dormir.
—¿Es por los sueños?—, me preguntó.
Asentí. —No sé qué significan—, le confesé.
Evanie me miró con comprensión. —Cuéntame. Quizás yo pueda ayudarte.
Le conté los sueños: el campamento, la chica que se parecía a mí, mi madre llorando y, finalmente, el hombre con el que estaba y el collar con el colmillo. Evanie guardó silencio, asimilando cada palabra.
—Ahora entiendo por qué has estado tan afligida—, dijo. —Tus sueños son más que eso, son recuerdos que se han ocultado para ti.
—Ocultos, ¿por qué?—, le pregunté, mi voz llena de frustración.
—No lo sé—, admitió. —Pero he oído hablar de personas que pueden entrar en el subconciente, leer los sueños y aquellos recuerdos que están ocultos para uno mismo.
Mi corazón dio un vuelco. —¿Quién hace eso?—, le pregunté.
—Los lobos—, respondió. —Ellos tienen una conexión con la naturaleza que les permite ver lo que otros no pueden. Es un don que se transmite de generación en generación.
Mi cuerpo se tensó. El mismo hombre que me había dicho que no podía acercarse a mí, era el único que podía ayudarme.
—Ya que te llevas tan bien con Derek—, dijo Evanie, con una sonrisa maliciosa. —Él tiene ese don, puede ayudarte.
—Derek no me quiere cerca—, le dije, sintiendo el nudo en mi garganta.
—¿Es por la tontería de la fiesta?—, me preguntó Evanie. —No tienes por qué preocuparte por eso, él es un lobo y ellos son muy orgullosos.
—No es por eso—, le dije. —Me dijo que no quiere relacionarse con una vampira.
Evanie suspiró, pero no se rindió. —Solo es un pequeño favor. No es como si fuesen a casarse—, bromeó. —Créeme, es tu única opción. Y la única forma de que encuentres la verdad.
El peso de las palabras de Evanie era demasiado para mí. La idea de pedirle ayuda a Derek, el mismo hombre que me había rechazado, me llenó de angustia. Decidí que lo mejor era no pensar en ello. —Es hora de dormir, Evanie—, le dije. —Mañana lo pensaré.
Afortunadamente, mi mente, agotada por la incertidumbre, me permitió dormir sin sueños extraños. No tuve visiones de mi madre, ni de la chica del bosque, ni de mi abuela. Por primera vez en días, tuve un sueño tranquilo.
La noche llegó, y ambas nos preparamos para ir a nuestras clases. Al salir de la habitación, sentí de nuevo la familiar sensación de ser el centro de atención. Las miradas, los susurros y las risas llenaban los pasillos. Sentí mis mejillas arder, pero Evanie, que caminaba a mi lado, me dio un codazo.
—Ignóralos—, me dijo, su voz firme. —Son solo niños inmaduros. No saben con quién se meten.
Me sentí un poco más tranquila. El grupo de Christoff y Aleska era el peor. Aleska me miraba con una mezcla de odio y desprecio, y Christoff, con esa sonrisa maliciosa que me ponía los nervios de punta. Pero por una vez, no me importó. Me concentré en las palabras de Evanie. No iba a dejar que me afectaran. No iba a dejar que me humillaran. Me recordé a mí misma que yo era la hija del rey. Y, por primera vez, no me avergoncé de eso.
Las primeras clases de la noche transcurrieron con una quietud extraña. Los murmullos y las miradas seguían ahí, pero ya no me sentía tan afectada. La presencia de Evanie y su consejo me habían dado un poco de fuerza. Pero el sosiego que sentía era frágil, una simple ilusión que pronto se desvanecería.
El murmullo del comedor, que ya comenzaba a palpitar con la expectación de la hora del almuerzo, era como una suave manta que envolvía el día. Había algo reconfortante en la promesa de las risas ahogadas que venían de más allá del umbral, en la simple rutina que, por lo general, lo mantenía todo a raya. Caminaba junto a Evanie, nuestros ligeros pasos y sincrónicos, la conversación trivial sobre la clase aún colgando dulcemente en el aire. Estábamos a punto de cruzar esa línea invisible, ese umbral que separaba el pasillo del bullicio del comedor, la calma de unos momentos antes se hizo pedazos.
Fue un impacto. Un sonido seco y contundente, seguido de un crujido espeluznante que pareció desgarrar el aire. Algo pesado, denso, y con la textura inconfundible de la piel y el pelo, se estrelló contra el suelo justo delante de mis pies, con una precisión horripilante. Mis ojos tardaron un instante en procesar la imagen, un instante que se estiró en un abismo de terror. Era un mapache. Un mapache . La incredulidad se apoderó de mí antes que cualquier otra emoción. ¿Un mapache? ¿Aquí? Y luego la realidad se impuso, brutal y sin filtro.
No era un mapache cualquiera. Era una masa informe de pelo desgreñado y carne expuesta, ensangrentado. Un charco oscuro y viscoso se expandía rápidamente bajo su cuerpo, tiñendo el suelo de un carmesí profundo. No estaba muerto, y esa era la peor parte. Luchaba. Patas diminutas y garras afiladas arañaban el aire en espasmos inútiles, su cabeza se sacudía con una violencia aterradora, y de su garganta, un sonido gutural, un quejido ahogado y desgarrador, se escapaba. Agonizaba. Su dolor era tan crudo, tan palpable, que se me clavó en el pecho como una estaca helada.
El grito brotó de lo más profundo de mis entrañas, un aullido primitivo que no reconocí como mío. Un instante después, el animal se retorció con un último espasmo violento, y la sangre, caliente y pegajosa, salpicó mis zapatillas y roció la piel expuesta de mis tobillos.
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Editado: 10.10.2025