Luna Sangrienta

Capitulo 13

El entorno a mi alrededor se disolvió, no con una niebla suave, sino con un chasquido violento, como si una imagen proyectada se hubiera quebrado. Un instante después, el aire frío me golpeó. Estaba de pie en el Palacio de Carpacia, inundada por la luz acuosa que precede al amanecer.

Este era el lugar que, por derecho de sangre, consideraba mi verdadero hogar, aunque jamás me había sentido completamente bienvenida en él. El palacio era vasto y silencioso, envuelto en una capa de paz falsa. La mayoría de los sirvientes dormían, y el silencio de los pasillos de mármol era tan denso que casi dolía. El aire olía a mármol frío ya jazmín rancio, una combinación mortuoria que siempre asocié con la realeza y la decadencia.

Mis pies se movieron sin mi permiso, impulsados ​​por una fuerza que no era la mía, sino la de una memoria reprimida. Me llevaron hasta un ala que rara vez cruzaba: el pasillo que conducía a la habitación de mi madre. La pesada puerta de madera, tallada con escudos de dragones y rosas, se alzaba como un juez severo. No tuve tiempo de dudar. Inexplicablemente, en un parpadeo, ya estaba dentro.

La habitación de la Reina Jean Marie era una tumba opulenta, envuelta en cortinas de terciopelo. La escena que presencié era una instantánea congelada en el tiempo, teñida con la luz grisácea del alba. Mi madre estaba sentada en el borde de la inmensa cama con dosel, vestida con un camisón de seda blanco que la hacía parecer espectral. Incluso en su humanidad, su rostro poseía esa mirada glacial, esa firmeza impasible que le era tan característica. Estaba tensa, pero no por miedo. Era la tensión de una decisión irreversible, de un destino aceptado.

Detrás de ella estaba mi padre. Su presencia llenaba la habitación, no con poder, sino con una profunda y sofocante resignación. La tristeza en sus ojos era el único calor que se percibía en el espacio.

Con un aliento que no era más que un suspiro, él se inclinó. Se mordió la muñeca con una precisión calculada, justo lo necesario para romper la piel sin destruir el cúbito. Su sangre, oscura, casi negra y poderosa, brotó, espesa y humeante. Con ternura, pero con una finalidad brutal, le ofreció el flujo a Jean Marie.

Ella bebio. Vi el espasmo en su garganta mientras tragaba el elixir mortal. Era una comunión atroz. Una vez que sus labios se apartaron, volviendo a su blancura mortal, mi padre la abrazó por detrás. Fue un gesto de amor y de despedida.

Y entonces, el final.

Con un movimiento rápido y silencioso, seco y profesional, le rompió el cuello. El sonido fue definitivo, el final de la vida humana. La vi desplomarse, inerte en sus brazos. Él la sostuvo un momento más, apretándola contra su pecho. La tristeza de mi padre fue lo único palpable en la habitación, una ola de angustia que me ahogó.

La escena se aceleró. El tiempo se convirtió en un torrente visual. Pude ver el pasar de las horas y los días en una especie de cámara rápida. Mi madre yacía inmóvil. El no despertar de la Reina causaba una preocupación susurrada, una rareza palpable entre los miembros de la corte, que desfilaban en silencio frente a su lecho, sus rostros máscaras de intriga. Mi padre, inmóvil, velaba su sueño mortal, su cuerpo rígido por la culpa y la angustia. Días. Demasiados días.

El temor de la corte alcanzó su punto álgido. Se hablaba ya de la sucesión.

Y justo cuando la desesperación y la sospecha iban a devorar el silencio, ella abrió los ojos.

Eran los mismos ojos de almendra, pero ahora carecían de alma, de vida, del matiz efímero de la humanidad. Eran tan fríos como el mármol de Carpacia. La Jean Marie vampira había nacido, envuelta en seda y silencio.

Y en ese instante, desperté.

Mi corazón latía con una furia sorda, un tamborileo violento contra mis costillas. Estaba acostada en mi propia cama, el aire de la mañana era fresco y real. El recuerdo no se disolvió como un sueño cualquiera. Permaneció sólido, doloroso.

La frialdad de mi madre, la crueldad metódica con la que gobernaba—todo se explicaba ahora. La vulnerabilidad que había vislumbrado en sueños anteriores era real: la Jean Marie humana había muerto, y su alma, si alguna vez la tuvo, se había desvanecido con ese chasquido seco.

Pero la visión me dejó con más preguntas que respuestas. ¿Por qué había tardado tanto en despertar? En las leyendas, la conversión era rápida, casi instantánea. La preocupación de la corte por la tardanza de mi madre en iniciar la no-vida era inusual, un detalle que me hacía sospechar que su transformación había sido más complicada, más singular, que la de un simple mortal.

Pasé el resto del día tumbada, la cabeza me daba vueltas. El secreto de mi origen y la naturaleza de mis padres era ahora conocido. Pero el enigma de la Reina Jean Marie, y la razón de esos días muertos en su lecho, se había convertido en la única llave que me faltaba para entender quién era yo realmente.

Al anochecer, la rutina me forzó a salir de mi habitación. Hoy era el día del examen final de la primera materia, y la tensión flotaba en el ambiente. Mis amigos y yo nos dirigimos al aula, el silencio era casi absoluto mientras nos preparábamos.

Me senté en mi pupitre, sintiendo los nervios. Sin embargo, al comenzar a leer las preguntas, noté algo sorprendente. Gran parte del material me resultaba familiar, no por las clases, sino por el tiempo que había pasado en la biblioteca.

Gracias a todos los libros antiguos que había leído mientras organizaba la biblioteca con Derek, mi mente estaba llena de información sobre la historia de los reinos y los linajes. Respondí con una fluidez que nunca pensé tener. Al finalizar, entregué el examen con una sensación de confianza. No sabía si había sacado la mejor nota, pero, contra todo pronóstico, sabía que no me había ido mal. Por primera vez, el castigo se sintió como una bendición.

Al salir del aula después del examen, sentí un peso menos en el pecho. Me había ido bien, lo que era un pequeño triunfo personal en medio de tanto caos. Caminaba con mis amigos hacia el comedor, pero la atmósfera en el grupo era menos festiva.




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