El agotamiento era un bálsamo. Un pesado manto de terciopelo que, por fin, me liberó del frío y pulido mármol que había definido cada etapa de mi existencia, tanto en el distante palacio paterno como en el internado que ahora me retenía. Cerré los ojos, exhausta, y caí en un sueño tan profundo que me sentí succionada por una marea oscura, solo para volver a emerger en un lugar completamente diferente.
No era el palacio de piedra helada. Estaba de pie en el umbral de una casa espaciosa. Las paredes y los suelos eran de rica madera rústica, pulida por el tiempo y el uso, no por la ostentación. La luz que envolvía el lugar no era el frío resplandor de los candelabros de cristal, sino un sol dorado que se colaba por las ventanas sin cortinas. Todo era luminosidad y calidez, un contraste violento con la jaula dorada donde yo había crecido.
Me vi a mí misma, pero no como era ahora: era una niña pequeña, quizás de cinco años, con las rodillas raspadas y la sonrisa sin reservas. Corría alegremente por la sala, y el eco de mis pasos infantiles en el suelo de madera era una canción.
―¡Papá! ¡Papá! —gritaba mi versión más joven, y esa voz, tan despreocupada, me atravesó el pecho con una punzada de pérdida.
El hombre que buscaba finalmente apareció desde una habitación lateral. Aunque mi mente consciente luchaba por distinguir sus facciones, mi instinto en el sueño era claro y rotundo: este no era el Rey Vladimir. Este hombre, en cambio, era alto y robusto, sí, con la fuerza de un roble viejo, pero su figura emanaba una calidez firme, casi terrestre.
Me encontré y, con una risa profunda y resonante, me tomó en sus brazos. Me presioné contra su pecho, un gesto tan protector y familiar que, desde mi perspectiva adulta, sentí el impulso de llorar.
—Mi pequeña luna —me susurró, y el apodo se sintió tan natural, tan correcto, que la niña que fui en el sueño se aferró a su cuello al instante, respondiendo con un confiado: "¡Papá!".
Juntos, salimos de la casa. Nos adentramos en un bosque espeso, un laberinto de árboles imponentes donde el aire olía a pino ya tierra mojada después de la lluvia. Caminamos largo rato por el sendero. Sus manos eran grandes y seguras mientras me guiaba. Vi cómo el sol, una esfera de fuego naranja, comenzaba a ocultarse detrás de las copas más altas de los árboles, arrastrando consigo la luz y la tranquilidad.
Finalmente, cayó la noche.
El silencio del bosque, que había sido mi arrullo, fue roto por un sonido estremecedor. Uno, luego dos, y pronto una sinfonía salvaje de aullidos que resonaron en la oscuridad. Los sonidos me asustaron. En el sueño, la pequeña yo se hundió en el cuello del hombre, temblando. Eran sonidos ancestrales, poderosos, que hablaban de peligro y de una libertad indómita que jamás había conocido.
Él me tranquilizó, acariciando mi cabello con su barba áspera. Su voz era suave, pero llevaba la inconfundible firmeza de alguien que no teme a la noche.
—No tienes que temer, mi pequeña luna —me dijo. Su aliento cálido me rozó la oreja—. Tu familia no va a lastimarte
Me senté en la cama, sudando ligeramente, desconcertada por la viveza de mi sueño. Mi "padre" en el sueño... un hombre que me llamaba «mi pequeña luna» y que me aseguraba que los aullidos, los aullidos de los lobos, eran mi familia. La conexión era innegable, pero la implicación era aterradora.
Me levanté y me arreglé para ir a clases, tratando de reprimir la oleada de pánico.
Evanie me vio y frunció el ceño ante mi expresión.―¿Todo bien?―, me preguntó.
―Solo tuve un sueño raro―, le dije, omitiendo los detalles sobre el bosque y el lobo. No podía arriesgarme a que Evanie sospechara de algo tan profundo antes de hablar con Derek.
Juntas, nos dirigimos a las primeras clases. La mañana transcurrió con normalidad, aunque la quietud de la víspera de la prueba era opresiva.
A la hora del almuerzo, todos estábamos en el comedor cuando la atmósfera se congeló. Los tutores, acompañados por el Director Edolf Belladonna, hicieron una entrada formal. El silencio se hizo absoluto.
El Director se paró frente a todos.―Hemos deliberado―, anunció, su voz grave resonando. ―Los representantes de cada equipo para la prueba final de Combate Directo serán, efectivamente, el Señor Christoff por el Equipo Alpha y el Señor Derek por el Equipo Beta.
La confirmación cayó como una sentencia. Las cabezas se giraron de inmediato hacia las dos figuras centrales. Todos permanecimos en silencio hasta que los tutores y el director abandonaron el comedor.
Fue entonces cuando busqué a Derek con la mirada. Estaba sentado en su mesa, y los otros lobos, especialmente Lena y Aysha, lo alentaban con fervor contenido. Al otro lado, los vampiros, liderados por Aleska, vitoreaban a Christoff con un entusiasmo casi histérico. La guerra ya estaba declarada.
Después del almuerzo, iba camino a mi siguiente clase, con el corazón apretado por la inminente pelea. En el pasillo, Derek pasó junto a mí, dirigiéndome una mirada rápida, y de forma casi imperceptible, deslizó una pequeña nota en mi mano.
Una vez que entré al salón y me senté, desplegué el papel. La letra de Derek era precisa y urgente:
―Necesito verte. Sótano, en la madrugada. Sé cautelosa.
Sabía que la nota no era solo por la pelea. Tenía que ser por el collar, por Edolf, o incluso por la extraña conexión que sentí con Lena. Sentí una mezcla de temor y alivio. La espera sería insoportable.
La última clase de esa noche fue Historia, pero mi mente estaba a kilómetros de distancia. La nota de Derek quemaba en mi bolsillo, y la imagen de Christoff y Derek enfrentándose en la Arena, con todo en juego, me impedía concentrarme en las fechas y los nombres que recitaba el tutor. Estaba pensando en nuestro encuentro de más tarde, en lo que él querría decirme y en lo que yo tenía que confesarle sobre mi último sueño.
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Editado: 03.11.2025