Luna Sangrienta

Capitulo 22

Me levanté del sofá con una mezcla de pánico y una profunda vergüenza. Mi corazón martilleaba furiosamente contra mis costillas, y sentí que toda la sangre se me había helado en las venas. La luz de las velas, antes romántica, ahora se sentía como un foco que exponía nuestra transgresión.

El Director Edolf Belladonna me miró, y su rostro estaba lejos de la calma profesional que solía mostrar. Era una máscara de ira y decepción.

―Señorita von Karpata―, dijo Edolf, usando el apellido real con una formalidad cortante. ―Necesito hablar con usted en mi oficina―. Luego, le dedicó a su hijastro, Derek, una mirada de reproche tan intensa que casi se podía sentir el peso del fracaso paterno. Edolf se dio la vuelta y salió del sótano, seguido de cerca por el Tutor Malachai.

No dudé en seguirlos, caminando con la cabeza gacha, sintiendo una pena y una culpa inmensas. Había comprometido a Derek y a su padrastro.

Al llegar a la oficina, la atmósfera era opresiva. Edolf entró y se sentó detrás de su gran escritorio de caoba. Derek intentó seguirme, pero el Tutor Malachai se interpuso en el umbral. ―Espera afuera, Derek―, ordenó el tutor con voz firme.

Edolf hizo un gesto hacia una de las sillas de cuero frente a él. ―Tome asiento, Señorita von Karpata. El tema del que vamos a hablar es verdaderamente delicado.

Me senté, tensa, y preparé mi defensa. Supuse que iba a regañarme, a recordarme las normas de la Alianza y lo incorrecto y peligroso que era mi relación con Derek. Estaba lista para aceptar el castigo y el sermón.

Sin embargo, lo que salió de la boca del Director fue mil veces peor que cualquier regaño que pudiera imaginar. Edolf no mencionó a Derek, ni el beso, ni el sótano.

Me miró a los ojos, su expresión pasando de la ira a una profunda solemnidad.

―Anne Marie―, dijo Edolf, usando mi nombre por primera vez, lo que hizo que la noticia se sintiera aún más personal y aterradora. ―El último reporte del Palacio de Carpacia... dice que el Rey Vladimir... su padre... ha muerto.

El mundo se detuvo. El aliento se me cortó en los pulmones. No podía ser. Mi padre, mi único apoyo, mi único vínculo con la humanidad, mi Rey... La noticia me golpeó con la fuerza de un rayo, borrando de mi mente los besos, los secretos y los combates. Todo había terminado.

El aire no se drenó de la oficina; Fue arrancado de mis pulmones con una violencia silenciosa. No hubo alaridos, no hubo gritos, solo ese vacío opresivo que succionaba cada átomo de oxígeno, dejándome ahogada en la quietud. El mundo entero se me vino encima, no como una carga gradual, sino como un muro de hormigón que se desplomaba, aplastándome bajo el peso insondable de una única palabra: muerto .

La palabra rebotaba en mi cráneo, una letanía de incredulidad. Muerto. No. No podía ser. Era una negación que se alzaba desde lo más profundo de mi ser, chocando contra la realidad helada que se extendía ante mí. No podía respirar. Mi pecho no solo ardía; se consumía en un fuego silencioso, una pira funeraria dentro de mis costillas que eclipsaba cualquier dolor físico que hubiera experimentado jamás. No era solo un dolor; Era un vacío, un agujero negro que se abría en el centro de mi pecho, tragándose cualquier atisbo de luz, de esperanza, de futuro. Estaba cayendo en él, en ese abismo gelido, sin paracaídas.

Mi cuerpo reaccionó antes de que mi mente pudiera procesar la magnitud del desastre. Me puse de pie de un salto, una marioneta cuyos hilos habían sido cortados bruscamente. Las palabras del director, si es que seguía hablando, se convirtieron en un zumbido lejano, un eco ininteligible en la periferia de mi audición. No procesé nada más, no escuché las explicaciones, los lamentos, las condolencias. Solo sentí una necesidad imperiosa, animal, de huir. De escapar de esa verdad que se aferraba a mí como un sudario.

Mis piernas se movieron por instinto. Salí corriendo de la oficina, tropezando, tambaleándome. Choqué contra el cuerpo tenso de Derek, que esperaba afuera, su rostro una máscara de preocupación. Lo sentí, la solidez de su presencia, el breve momento en que nuestros cuerpos colisionaron, pero no me detuve. Lo dejé allí, un obstáculo más en mi camino desesperado, aturdido, y corrí sin mirar atrás, una ráfaga de pánico, directo hacia mi única seguridad: mi habitación. El pasillo se convirtió en un túnel borroso, las paredes inclinándose sobre mí, los sonidos distorsionados, mi propio corazón latiendo como un tambor frenético que amenazaba con abrirse paso a través de mis costillas.

Entré como un huracán, la adrenalina quemándome las venas. Evanie estaba sentada en su cama, un libro abierto en sus manos, y al verme, su rostro se llenó de alarma. Sus ojos se agrandaron, su boca se abrió.

―Anne Marie, ¿qué pa—

No la déjé terminar. Mis rodillas cedieron, mis piernas ya no podían sostenerme. Me desplomé, el sonido de su voz ahogándose en el grito que pugnaba por salir de mis entrañas. Y la verdad, esa verdad atroz, se escapó de mis labios en un sollozo ahogado que se transformó en un lamento desgarrador. No era un lamento de una niña, era el aullido primordial de una criatura herida de muerte.

―Mi padre... Evanie, mi padre... ha muerto―, articulé, y cada palabra era una puñalada que me abría más.

El grito fue desgarrador, un lamento que venía de lo más profundo de mi ser, arrastrando consigo la negación, la rabia, el terror. Mis manos se crisparon, mi cuerpo entero se estremeció. Mi amiga no dudó. Dejó caer su libro con un ruido sordo y, en un instante, me rodeó con sus brazos, abrazándome con fuerza. Su contacto fue un ancla, un pequeño punto de calor en el hielo que se había apoderado de mí.

No lo podía creer. No quería creerlo. Mi padre, el hombre que me había criado, cuidado y amado incondicionalmente, el Rey Vladimir, el vampiro inmortal más fuerte de todos, ya no estaba. ¿Cómo? ¿Cómo era posible? Me aferré a Evanie, mi voz estrangulada por el llanto, mi mente negándose a aceptar el sentimiento. ―¿Cómo es posible? ¡Era el Rey! ¡Era inmortal! Nadie podía... nadie podía con él.




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