Luna Sangrienta

Capitulo 23

La puerta se cerró con un chasquido sordo, denso, un sonido que no prometía privacidad, sino encierro. Sentí cómo cada célula de mi cuerpo se tensaba, como si el propio aire de la habitación se hubiera vuelto pesado, asfixiante. El tutor se había retirado, dejándonos a Evanie ya mí en un silencio que pesaba más que cualquier grito. El sonido de esa puerta, antes familiar, ahora resonaba en mis oídos como el golpe final de una sentencia. Mi madre. La misma mujer de la que, en otros tiempos, habría buscado consuelo, se había erigido ahora como la barrera infranqueable entre mi dolor y cualquier atisbo de alivio. La orden de confinamiento, pronunciada con una frialdad glacial que todavía me quemaba la piel, me había paralizado, dejando un vacío helado donde antes existía la esperanza. Era una puñalada doble: no solo la pérdida de mi padre, sino la confirmación de que mi propia madre era incapaz de sentir la más mínima empatía por mi agonía.

El día se arrastró, un manto gris y pesado que se negó a disiparse. Ninguna de las dos pudo conciliar el sueño. Para mí, el descanso era una quimera inalcanzable. Estaba consumida por una tristeza fría y penetrante, que no ardía como una herida fresca, sino que se extendía lentamente, helándome las entrañas, petrificando cada nervio. Era como si un bloque de hielo se hubiera alojado en mi pecho, irradiando un frío que llegaba hasta la punta de mis dedos, dejando un entumecimiento doloroso en mi alma. Mis ojos, secos de tanto llorar en silencio, ardían, pero las lágrimas se negaban a fluir, atrapadas en un nudo apretado en mi garganta. Mi mente, un torbellino de imágenes y palabras, se negaba a encontrar la paz.

Evanie, por su parte, se negaba a dejarme sola. Se sentó estoicamente en el borde de su cama, una figura silenciosa y vigilante, sus ojos fijos en mí, velando mi dolor con una devoción que me conmovía profundamente, aunque no pudiese expresarla. Su presencia era un ancla invisible en la tormenta que me desgarraba, un recordatorio de que no estaba completamente sola en este abismo de desesperación.

Me recosté en mi cama, sintiendo el ligero crujido de las sábanas bajo mi peso. La carta de mi padre, empapada en la esencia de su escritura y su recuerdo, estaba apretada contra mi pecho, casi como una armadura contra el vacío. Su tacto era lo único real, lo único tangible que me unía a él en aquel momento. Abrí la boca, y las palabras brotaron, susurros apenas audibles, como si tuviera miedo de romper el delicado equilibrio de mi propia cordura. Necesitaba compartir los recuerdos, no solo con Evanie, sino con el universo, para convencer a mi mente atormentada de que él había sido real, que su amor no era una fantasía desvanecida. Necesitaba que su existencia se materializara a través de mis palabras, que su legado no se diluyera en la abrumadora marea de mi pena.

Le conté a Evanie anécdotas de mi padre, cada una como una pequeña joya que pulía mi memoria. ―Se tomaba el tiempo de enseñarme a leer―, susurré, sintiendo la garganta áspera, como si una lija me la hubiera raspado. La voz me fallaba, fina y quebradiza. ―Nadie más tenía esa paciencia. Los tutores hablaban de deberes y de futuras responsabilidades, pero él... él solo se sentaba a mi lado, sus grandes manos guiando las mías sobre las páginas, su voz resonando con una suavidad que me envolvía. Me enseñó no solo a descifrar letras, sino a amar las historias, a ver el mundo más allá de los muros del palacio. Era un refugio, un santuario en un mundo que a menudo se sentía frío y lejano.

Una pequeña sonrisa, amarga y efímera, apareció en mis labios. ―Él siempre me llevaba a la sala del trono, no para enseñarme a reinar, no para impartirme lecciones de etiqueta real que yo detestaba, sino para que me sintiera segura. En ese vasto salón, que a otros les parecía imponente, yo me sentía protegida a su lado. Me sentaba en su regazo, sintiendo la calidez de su cuerpo, el latido constante de su corazón, y me contaba la historia de nuestra familia. No la que está en los libros polvorientos, llena de fechas y batallas, sino la que él recordaba: anécdotas de sus propios padres, de inviernos largos y veranos dorados, de los pequeños actos de valentía y bondad que realmente construyen un linaje. Era una historia viva, bañada en su voz, y me hacía sentir parte de algo más grande, pero también profundamente amada.

Una lágrima solitaria, pesada y ardiente, se deslizó por mi sien, trazando un camino húmedo sobre mi piel fría. ―Una vez, cuando era muy pequeña, me regaló mi primera tiara. Brillaba como mil estrellas y yo la adoraba. Pero junto a ella, también me dio un peluche de un lobo blanco, tan suave que me parecía hecho de nubes. Dijo que era para recordarme que, aunque fuese una princesa, aunque llevara una corona y tuviera grandes responsabilidades, seguía siendo una niña. Una niña que necesitaba amor, juego y consuelo. Dijo que el lobo era para que recordara que siempre tendría a su papá. Que él siempre estaría ahí. para protegerme―. Mi voz se quebró al recordar la promesa, una promesa que ahora sentía rota, hecha pedazos junto a mi corazón.

Me incorporé, el movimiento lento y pesado, como si cada músculo se negara a obedecerme. Sentándome en la cama, mis ojos, llenos de lágrimas renovadas que ahora sí se atrevían a derramarse libremente, se encontraron con los de Evanie. Un torrente de dolor, de indignación, de desesperación se apoderó de mí, y las palabras brotaron, cargadas de una sinceridad brutal.

―Él ha sido la única persona que me ha amado incondicionalmente, Evanie―, articulé, la voz ronca, cada palabra un esfuerzo sobrehumano. ―El único que me había levantado cuando me caía. Cuando la carga de ser princesa me abrumaba, cuando las expectativas me aplastaban, él era mi refugio. El único que me había escuchado de verdad, que había creído en mí, que me había apoyado en todo, incluso en mis locuras más grandes. Con él, nunca me sentí sola. Con él, me sentí completa―. Un sollozo desgarrador se alzó de mi pecho, un sonido crudo que me dolía hasta el alma. ―Así como yo era todo para él... él lo era para mí. Cada fibra de mi ser lo anhelaba. Me destroza el corazón la idea de no verlo nunca más, de no recibir otra de sus cartas, esas que olían a pergamino ya su colonia, de no escuchar sus historias, sus risas, sus sabios consejos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.