Luna Sangrienta

Capitulo 26

El agotamiento no me venció; Me arrolló. No supe en qué momento los párpados se me quedaron pegados, arrastrándome a una oscuridad sin sueños. Capaz todo el huracán emocional —la muerte de mi padre, la prohibición de mi madre y la huida con Christoff— me había pasado factura. Solo escuché el sonido grave y áspero de Christoff llamándome.

―Ya cesó la lluvia. Tenemos que continuar ―Su voz no era una sugerencia, sino un mandato. Sentí su mirada pesada sobre mí, un ancla incómoda en mi estado de deriva.

Me arrastré, levantándome del desgastado sofá, cada músculo protestando con una punzada aguda. Mis huesos dolían, mi cabeza palpitaba, pero la urgencia de su tono era un látigo silencioso. A pesar de mi dolor, el tiempo era primordial. Sin decir una palabra, montamos los caballos de nuevo. Un silencio tenso nos envolvió mientras el bosque goteaba a nuestro alrededor, el aire fresco y limpio, cargado con el aroma de la tierra mojada.

El amanecer se abría paso. El horizonte comenzaba a teñirse de una naranja pálida, y una punzada de pánico frío me recorrió el cuerpo. Llevaba el anillo en el dedo, sí, pero mi confianza en la magia era un lujo que nunca me había permitido. La idea de desintegrarme en polvo por la luz solar, de convertirme en ceniza al primer rayo, era una realidad que había vivido bajo la sombra durante toda mi existencia.

Cuando el primer rayo de sol se abrió paso entre las copas de los árboles y me tocó la piel, un escalofrío me recorrió. Mis ojos se cerraron instintivamente, esperando el ardor, el dolor insoportable, la extinción. Pero en su lugar, solo sentí un ligero toque cálido, una caricia suave y familiar, no diferente a un rayo de sol filtrándose por la ventana de mi habitación en el internado. El anillo funcionaba. Una oleada de alivio tan potente que me mareó me inundó, y por un instante, me sentí extrañamente vulnerable.

Christoff no perdió detalle de mi reacción. Se detuvo en seco, el caballo resoplando. Sus ojos oscuros, casi negros bajo la sombra de la capucha, se posaron en mí. Una sonrisa lenta y cargada de burla se dibujó en sus labios, haciendo que algo en mi estómago se retorciera. Había un brillo provocador en su mirada, una satisfacción apenas disimulada.

―¿Pensabas que te daría un anillo falso, preciosa, solo para verte arder al sol? ―Su voz era un susurro gutural, tratamiento de un desdén divertido―. Qué engaño, primita. Soy muchas cosas, sí. Un demonio, un usurpador, un dolor de cabeza, quizás. Pero nunca un aficionado. No desprecies la artesanía.

Mi voz, que había sido un hilo de miedo, encontró de repente una nueva firmeza. ―Podría esperar cualquier cosa de ti, Christoff, menos algo bueno o confiable. Y no me llames "preciosa".

Se encogió de hombros, inclinándose ligeramente hacia mí, sus ojos encendidos. ―En ese caso, es bueno sorprenderte, ¿no crees? Disfruto romper tus expectativas, sobre todo cuando son tan bajas. Significa que tienes espacio para aprender.

Rodé los ojos, sintiendo el calor del sol en mi piel como una revelación, una libertad que nunca había conocido. Era una experiencia nueva, casi sensual, completamente ajena al confinamiento del internado y la eterna oscuridad de mi vida. Pero no iba a darle el gusto de agradecérselo. No a él. Un golpe ligero al caballo fue mi única respuesta, ordenando que reanudáramos la marcha. La luz del día no nos detendría. Tampoco él.

Cabalgamos durante lo que parecía una eternidad. El sol, filtrándose a través de los árboles, ya no me aterraba, pero la urgencia de llegar al palacio sí. La imagen de mi padre, de la última vez que lo vi... era un agujero en mi pecho. Después de un largo rato, mi paciencia se agotó, mi angustia burbujeando a la superficie.

―¿Cuánto falta, Christoff? ―pregunté, mi voz impaciente, más aguda de lo que pretendía.

Él ni siquiera se dignó a mirarme. Sus ojos escanearon el horizonte con una tranquilidad exasperante. ―Un par de horas más, tal vez ―dijo, su tono monótono, deliberadamente desinteresado―. No se desespere, Anne Marie. La ansiedad no hará que los caballos vayan más rápido. Tu impaciencia no me conmueve.

―A este paso, cuando lleguemos, mi padre ya estará enterrado ―le espeté, una oleada de resentimiento apoderándose de mí.

Christoff emitió una risa áspera, un sonido seco y gelido que me erizó la piel. Su mirada finalmente se volvió hacia mí, y el brillo en sus ojos no tenía nada de diversión. Era más bien una calculada crueldad. ―Relájese. Eso no será tan pronto. Aún deben averiguar quién lo ha asesinado.

Su palabra me tocó como un latigazo. Mi corazón dio un vuelco brutal en mi pecho. El aliento se me cortó en la garganta. Lo miré, mi voz repentinamente quebradiza, casi un alarido ahogado. ―¿Por qué dices eso? ¿Cómo sabes que... que no fue natural?

Christoff me miró por encima del hombro, con un desdén escalofriante, como si yo fuera una criatura insignificante y patética. —No hay ingenua marina, Anne Marie. Vladimir era el vampiro más fuerte de nuestra especie, con siglos de vida. No muere por simple casualidad, y menos ahora que el tablero político está tan caliente. Alguien lo hizo. Y el que lo hizo, probablemente lo hizo por tu trono. ―Se encogió de hombros, la indiferencia en su gesto era una bofetada―. Es mala suerte para todo el reino, pues ahora hemos quedado en manos de una niña que no está lista para asumir.

Mi respiración se aceleró. La implicación de que la muerte de mi padre era un asesinato político me heló la sangre, pero la última parte de su comentario desvió mi dolor hacia una ira ardiente. Una furia que sentí subir por mi garganta.

―Eso es en lo único que tú piensas ―le dije, mi voz vibrando con un resentimiento apenas contenido―. En que yo no soy capaz, en la política y en el reino. Pero a diferencia de ti y del resto de la corte, yo he perdido a mi padre. Eso, Christoff, es algo que tú jamás entenderás.

Él ladeó la cabeza, sus ojos clavados en los míos con una intensidad escalofriante. Se acercó un paso, su caballo al lado del mío, y el aire entre nosotros se cargó de una tensión palpable, casi eléctrica. Su voz bajó a un tono bajo y peligroso que me recorrió la columna vertebral. ―Debes superarlo. Tus emociones te hacen débil. Y una reina débil no puede reinar. Ahora solo eres un blanco fácil, Anne Marie. Un juguete para la corte, una marioneta para el primer depredador que te ponga los ojos encima.




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