El aire en mis pulmones ardía de una mezcla tóxica de desesperación y furia cuando irrumpí en la sala. El silencio que siguió a mi entrada no fue solo una pausa; Fue un golpe sordo, un juicio mudo que sentí clavarse en mi piel como mil agujas heladas. Las miradas del Consejo de Sangre, figuras pétreas y distantes, me pesaron, pero no importaron. Mi universo se había reducido a un único punto: mi madre, Jean Marie.
Pero antes de que pudiera articular una palabra más, antes de que el fuego en mis venas pudiera consumirme del todo, Jean Marie reaccionó. Fue instantáneo, un relámpago que partió la tensa atmósfera. No hubo advertencia en sus ojos, solo una determinación gélida y despiadada. Se abalanzó sobre mí con una velocidad que la sangre de mi padre me había enseñado a temer, sus movimientos fluidos y letales. Antes de que pudiera comprender lo que sucedía, su mano se cerró alrededor de mi brazo con la fuerza inquebrantable del acero, una garra que no dejaba lugar a escapar. Me saqué de la sala de reuniones con una brusquedad que me hizo tropezar, y un eco final resonó en mis oídos mientras las pesadas puertas se cerraban detrás de nosotros, sellando mi indignación y mi dolor del resto del mundo.
Una vez en el pasillo, lejos de las miradas acusadoras del Consejo, la presión en mi brazo se disipó tan abruptamente como había aparecido. Mi madre me soltó, su rostro una máscara inexpresiva de fría indignación que no dejaba ver ni un ápice de la tormenta que yo llevaba dentro. Sus palabras, cuando llegaron, fueron un escalpelo afilado.
―¿Cómo se te ocurre entrar de esa manera, Anne Marie?―, me reprendió, su voz baja y cortante, cada sílaba un reproche. ―¿Y hablarme así, con ese tono, frente a los miembros del Consejo? ¡Muestra algo de decoro!.
El dolor sordo que había estado carcomiéndome desde que supe la verdad, o lo poco que sabía, se transformó en una rabia hirviente frente a su insensibilidad. ¿Decoración? ¿Decoración cuando mi mundo se había desintegrado? Un nudo se formó en mi garganta, apretando mi aliento. ―Cómo puedes hablar de decoro?―, espeté, mi voz vibrando con la emoción cruda que me desgarraba. ―Quiero saber qué le pasó a mi padre! Sé que a ti no te importa, que no te duele ni un poco, pero yo... yo estoy destrozada, ¿me escuchaste? ¡Destrozada!―. Las palabras salieron de mí como un vómito, cargado con el peso de la angustia acumulada.
Jean Marie, con esa característica falta de empatía que la definición, una pared impenetrable donde otras personas sentían emociones, me pidió que me calmara. Sus palabras fueron un látigo. ―Controla tus histerias, Anne Marie. Las emociones son una debilidad, y ahora menos que nunca puedes permitirírtelas.
Una risa amarga y rota se escapó de mis labios. ¿Controlárme? El control era un lujo que no podía pagar.―¿Cómo quieres que me calme?―, le grité, sintiendo que mi delgada cuerda de autocontrol se deshilachaba por completo. ―¡Mi padre ha muerto! ¡Y nadie me dice nada! Solo me encierran y me mienten, me tratan como si fuera una niña inútil que no puede manejar la verdad―. Mi voz se quebró al final, y sentí que las lágrimas se acumulaban de nuevo, quemando mis ojos, amenazando con desbordarse. ―Madre, por favor... ¿dónde está? Quiero verlo. Necesito verlo al menos por última vez―. La súplica en mi voz era un alarido de agonía, una herida abierta. No era solo verlo, era la necesidad imperiosa de la confirmación final, de despedirme, de que mi mente pudiera procesar esta atrocidad.
Mi desesperación, tan evidente y brutal, pareció perforar algo en ella. No sé si fue compasión, o si simplemente se resignó a que no me iría hasta conseguir lo que quería. Con un suspiro impaciente, una demostración del hastío que sentía ante mi quebranto, Jean Marie dijo: ―Sígueme.
Mis piernas, que hasta entonces habían estado temblorosas de ira y angustia, cobraron una extraña fuerza. La esperanza, una brizna frágil y dolorosa, se aferró a mí. ¿Lo vería? ¿Realmente? Seguí a mi madre al sótano del palacio, un lugar que, a diferencia del internado, no era ni oscuro ni claustrofóbico, sino inmaculado, solemne, casi reverente en su oscuridad. Caminamos por un pasillo largo y silencioso, cuyas paredes de piedra absorbían cualquier sonido, iluminado por antorchas espaciadas que arrojaban sombras danzantes y alargadas. El aire se volvió más frío con cada paso, y mi corazón latía con una mezcla de pánico y una esperanza descabellada de que todo hubiera sido un terrible error, una farsa cruel.
Al final del pasillo, una imponente puerta de hierro se alzaba, custodiada por un solo guardia. Jean Marie le hizo un gesto de cabeza, un comando silencioso, y el hombre abrió de inmediato, la puerta girando sobre sus goznes con un crujido lúgubre que pareció sellar mi destino. Ambas entramos.
La sala era pequeña, la luz de las antorchas apenas penetraba en las esquinas, dejando un halo sombrío sobre todo. El frío se metió hasta los huesos, no solo físico, sino un frío que helaba el alma. Y entonces lo vi. En el centro de la habitación, una presencia imponente y solitaria: un ataúd. Hecho de oro puro, reluciendo débilmente en la penumbra, su tapa estaba abierta. Y allí, envuelto en un sudario de seda, con la piel pálida como la nieve y con una expresión de paz que jamás tuvo en vida, yacía el cadáver del Rey Vladimir. Mi padre.
El aliento se detuvo en mi garganta, un grito mudo que se negó a salir. No era un mal sueño, no era una pesadilla de la que pudiera despertar. Era la horrible, innegable realidad. Mis rodillas amenazaban con ceder, pero me aferré a la poca fuerza que me quedaba. Con los ojos ya envueltos en lágrimas que nublaban mi vista, me acerqué deprisa, cada paso un clavo en mi corazón. Me incliné sobre el ataque, un sollozo desgarrador escapando de mi pecho mientras lloraba desconsolada frente al hombre que había sido mi mundo, mi roca, mi único apoyo incondicional.
Llevé mi mano temblorosa y la coloqué sobre la suya. Estaba frío. Inmóvil. La piel tersa, pero sin vida. Se había ido. Y yo, por primera vez, me sentí verdaderamente sola. El vacío que dejó su partida se expandió en mi pecho, insondable, infinito. El mundo pareció encogerse a mi alrededor, dejando solo el oro brillante del ataque, la palidez de su rostro y la devastadora certeza de que nunca más volvería a escuchar su voz, a sentir su abrazo. La soledad se cernió sobre mí, pesada y absoluta.
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Editado: 14.11.2025