La confesión de mi madre no me golpeó; me consumió. Fue un impacto tan brutal que sentí cómo el aire abandonaba mis pulmones, dejando un vacío helado en mi pecho. Cada palabra, cada sílaba, era una esquirla de hielo que se incrustaba en mi alma, desgarrando la realidad que había conocido hasta ese instante. La verdad —la verdad abominable de que ella había matado a mi padre, a Vladimir, al único hombre que me había amado incondicionalmente, al pilar de mi existencia— me dejó no solo desconcertada, sino pulverizada. Mi mente, que siempre había sido un torbellino de pensamientos incisivos y estrategias rápidas, se vació por completo. Era incapaz de pensar, de razonar, de siquiera articular un pensamiento coherente. Un velo negro cayó sobre mi conciencia, cegada por un dolor tan agudo que me sofocaba, una ira tan incandescente que me quemaba por dentro, y una decepción tan profunda y lacerante que me sentí hueca, perforada hasta el tuétano.
Yo, la princesa vampira, la altiva heredera de un trono milenario, la última Von Karpata, no era una Von Karpata. La revelación no era solo una mentira; Era un universo entero de falsedades que se desmoronaba a mi alrededor, aplastándome bajo sus escombros. Había vivido toda mi vida en una farsa meticulosamente tejida, una ilusión siniestra que se había cobrado la vida de mi amado padre, la vida de Vladimir, el hombre que me había ofrecido un amor incondicional y un futuro que ahora no era más que cenizas. Y en ese momento de caos emocional, de desolación absoluta, solo había una persona responsable de cada gota de mi agonía, la arquitecta de este cruel engaño que había mantenido durante casi veinte años: mi madre. Juan María.
Una punzada de traición tan profunda que me dobló por dentro me recorrió el cuerpo. ¿Cómo podía la persona que me dio la vida ser capaz de tal monstruosidad? ¿De tal engaño? La imagen de su rostro, impasible un momento antes, ahora me parecía una máscara de hipocresía. No había espacio para el diálogo, para la confrontación; solo había una necesidad imperiosa de escapar, de huir de su presencia tóxica. Sin decir una palabra, sin atreverme a mirarla de nuevo, por miedo a lo que mis ojos pudieran reflejar, salí corriendo de la oficina de Vladimir. Mis pies volaron por los pasillos del palacio a una velocidad que me sorprendió, una energía desesperada que nunca había sentido. Los criados y guardias que me vieron, apenas siluetas borrosas en la periferia de mi visión, se hicieron a un lado, sus rostros reflejando una mezcla de sorpresa y temor. Ninguno se atrevió a detenerme. Una fuerza más poderosa que yo, una necesidad animal de fuga y supervivencia, me guiaba; era incapaz de parar.
Llegué a la entrada principal, mis pulmones ardiendo y mi corazón latiendo como un tambor frenético contra mis costillas. Los caballos que Christoff y yo habíamos utilizado seguían atados allí, sus alientos empañando el aire frío. Agarré las riendas del primero que encontré y salté a su lomo sin un segundo de duda. Apenas podía ver. Las espesas lágrimas llenaban mis ojos, como un río desbordado de pena y rabia, y se desbordaban por mis mejillas, una manifestación física de mi dolor insoportable, de la herida abierta en mi alma. Pero aún así, cabalgué.
No cabalgué sin rumbo. No era una huida ciega, sino una búsqueda desesperada. Mi instinto, ese susurro ancestral que había ignorado durante demasiado tiempo, ahora se había convertido en un grito ensordecedor, guiado por mis sueños premonitorios. Esos mismos sueños que, paradójicamente, habían intentado anunciarme. Salí de Carpacia a toda velocidad, sin importarme el sol que ahora empezaba a asomarse por el horizonte, ni el anillo de protección que, irónicamente, me había atado a una mentira. La luz, que normalmente me haría retroceder, ahora era una amiga silenciosa que prometía disipar las sombras de mi engaño. Cabalgué por las calles empedradas, resonando con el galope frenético del caballo, y me adentré en la oscuridad protectora del bosque. La vegetación se convirtió en un túnel verde y marrón que devoraba mi desesperación, hasta que emergí en un claro, ante el lugar que había visto tantas veces en mis visiones, el lugar que, de alguna manera incomprensible, se sentía como mi verdadero hogar.
La cabaña del claro.
Solo había una persona que podía empezar a darme respuestas sobre esa verdad, una persona que había estado esperando en el umbral de mis sueños, ofreciéndome una parte de mí que me había sido robada. A pesar del dolor, a pesar de la furia, una nueva determinación se encendió en mi pecho. No podía seguir huyendo. Tenía que enfrentar la verdad, por devastadora que fuera, para poder, quizás algún día, volver a respirar.
Narrador Omnisciente
Mientras Anne cabalgaba hacia su destino con el corazón destrozado, en el internado, el Director Edolf Belladonna había desplegado a todos los guardias disponibles para buscar a la Princesa. Su oficina era un hervidero de tensión.
En ese momento, estaba discutiendo acaloradamente con Derek, quien insistía en ir a buscarla él mismo, sintiéndose responsable por el engaño de Christoff.
―¡No puedo permitirlo, Derek!―, le decía Edolf, con frustración. ―Estamos en toque de queda. Si te vas ahora, solo complicarás las cosas. Confía en que los guardias la encontrarán. Christoff no puede haber ido muy lejos.
―¡No entiendes, Edolf! Christoff no solo quiere el trono, también quiere humillarme. Y Anne está en su camino―, replicaba Derek, su voz ronca por la angustia.
Justo en ese momento de máxima tensión, el Tutor Malachai entró a la oficina con prisa, con una carta sellada en la mano.
―Director, ha llegado una carta urgente del palacio―, informó Malachai, jadeando ligeramente.
Edolf se levantó de su asiento. ―Ojalá sea para avisar que la Princesa Anne Marie está allí, sana y salva―. Tomó la carta y comenzó a leerla con una rapidez tensa.
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Editado: 14.11.2025